Capítulo 16 - Mal menor

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Transcurrieron varias semanas en las que toda actividad en el Cielo se destinaba a los preparativos para la Batalla. Cualquier ángel que se desplazara de un lugar a otro de la Ciudadela tenía sin duda algún quehacer en mente relacionado con ella. Los voluntarios pasaron a considerarse casi deidades y la población les preguntaba continuamente si había algo que pudieran hacer por ellos. Tampoco era de extrañar: quizá en algún tiempo estarían dando la vida por su pueblo.

Pero no había nada que ángeles terrenales corrientes pudieran hacer para ayudar. Lo único que requerían los combatientes era entrenamiento y más entrenamiento, y para ello ya contaban con quien necesitaban. Sadira se esforzaba tanto en los asaltos que a veces incluso se atrevían a pensar que no lo hacía por obligación sino por mera vocación, aunque el término «ángel oscuro» extinguía esos desvaríos en segundos.

Al mes de entrenamiento, cuando ya se habían familiarizado lo suficiente con la oscuridad, pasaron de emplear como terreno de combate la Sede de los Misioneros para trasladarse hasta la Zona Negra. Abali ofrecía un sinfín de escenarios donde la luz brillaba por su ausencia y que los voluntarios debían aprender a dominar, pues no sería hasta el día anterior a la Batalla cuando al fin se dictaminara el lugar en que esta tendría lugar, si en el Cielo o en el Infierno. Por primera vez en siglos, los ángeles agradecieron que su reino contase con un averno en miniatura, pues hasta ese momento no había resultado de utilidad. Sadira se preguntó si existiría algo semejante en el Infierno: Luz en la Oscuridad; algún lugar al que los demonios probablemente se refirieran como «la Zona Blanca». El yin y el yang en su máxima expresión. Pero supuso que no tenía forma de averiguarlo.

Solo Marx sabía que el lugar escogido acabaría siendo el Cielo, pues es lo que visualizó en el futuro que le mostró Turum. O mejor dicho, en el futuro que él decidió que iba a seguir, porque el ángel etéreo le concedió imágenes de varios caminos alternativos. No quiso contarlo porque temía que más de uno se confiara con esa información, y no podía permitir que bajaran la guardia bajo ningún concepto.

—Está claro que la Batalla se librará aquí arriba —supuso Sadira un día después del entrenamiento—, porque de no ser así, habríamos combatido en la Zona Negra desde el inicio.

—O quizá solo quería asegurarme de que fueran capaces de sobrellevar tanta penumbra —le contradijo. No podía arriesgarse a que corriera la voz, de modo que esas palabras jamás salieron de su boca—. Ya sabes, no todos somos ángeles... con oscuridad.

Sí, «con oscuridad», porque de pronto, un día el hombre dejó de referirse a ella como «ángel oscuro». Sadira no cabía en su gloria. No sabía cuál era el motivo por el que su cabeza había hecho clic pero tampoco le urgía averiguarlo. Y tal vez nunca lo haría, porque se debió más bien a un cúmulo de acontecimientos. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más consciente era Marx de cómo, aún con su esencia oscura, la joven intentaba actuar conforme dictan los principios de la Luz, aunque no siempre tuviera éxito. Rechazaba combates contra quienes no consideraba rivales y se esforzaba por no infringir más daño del necesario a quienes sí lo eran. En varias ocasiones los conjuros de contención no eran suficientes para encerrar toda la energía que Sadira despedía durante los enfrentamientos y la onda oscura llegaba a marchitar algunas plantas de alrededor. Pero entonces, reclamaba que alguien las restaurara porque «era lo mínimo que podían hacer por ella». Sucesos como estos no pasaban desapercibidos para Marx, que consideró justo y apropiado concederle el beneficio de la duda con respecto a su condición.

Conforme su relación reconquistaba la calidad de la que disfrutó en el pasado, Sadira se ilusionó con la idea de que, tal vez, una vez finalizada la Batalla, Marx le ofrecería de nuevo un lugar en su casa. El mismo que le otorgó el día que los ángeles le arrebataron su hogar terrestre y le forzaron a retornar al Cielo. Ese día sus pies la condujeron casi de forma instintiva hacia la Fuente de Luz. Era el único elemento que le resultaba familiar de todo ese universo, pues al fin y al cabo es lo que le trajo a la vida. En cierto modo sabía que no le recriminaría la decisión que tomó ocho años atrás, pues si algo aprendió en la Tierra, es que los padres siempre perdonan a sus hijos. Avanzó por varios túneles del subsuelo y reculó unos pasos al percatarse de que el habitáculo subterráneo que contenía a la Fuente estaba ocupado por alguien.

Los TerrenalesWhere stories live. Discover now