Capítulo 10 - Todo para nada

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Algunos rayos de luz comienzan a colarse por las paredes de la cabaña, haciéndose paso entre la oscuridad reinante. Sadira da media vuelta sobre la cama y de un movimiento instintivo se limpia algo de baba que le ha caído durante el sueño. Aún tiene los ojos cerrados y parece plácidamente dormida, pero la zona negra considera que ya es hora de hacer frente a sus tareas del día. Hace soplar un viento gélido que abre la puerta de par en par e insta a la chica a levantarse para apaciguarlo. Es una alarma de lo más efectiva.

Se sienta un momento sobre la cama, aún más dormida que despierta. Suelta un potente bostezo y recorre la estancia con una mirada perdida, seguramente con ningún pensamiento en mente todavía. Es una habitación austera: a parte de la cama de paja tan sólo contiene una mesa de piedra y la bolsa de ropa que Abali le regaló mucho tiempo atrás. Las paredes están construidas a partir de gruesas ramas enlazadas entre sí y el techo lo conforma la espesa copa de hojas de un gran árbol centenario, cuyo tronco atraviesa toda la vivienda.

Aunque después de todo este tiempo aún no ha devuelto la luz de la zona negra, por primera vez tiene un hilo del que tirar. Un camino que siempre tuvo ahí pero que ignoró completamente en su momento: el pergamino que le hizo llegar Canal, aquel sin remitente, contenía nada más y nada menos que los ingredientes para llevar a cabo un conjuro de restauración. De los más difíciles que existen, cierto, pero también de los más elementales. Un hechizo primordial y tremendamente poderoso que cualquier ángel que se precie debería conocer. Pero ese no era su caso.

Y a decir verdad, la forma en la que al fin se hizo conocedora de la naturaleza del pergamino fue bastante patética. Básicamente, una esfera de luz azul apareció un día cualquiera por Abali y quiso concentrar la atención de Sadira. La curiosidad desbordante de la joven no le puso grandes impedimentos. La esfera comenzó a desplazarse, y aunque al principio parecía que no tenía un destino claro, pronto condujo a Sadira hasta un lugar predefinido. La chica tardó un rato en darse cuenta de que la llama azul no paraba de dar vueltas sobre un mismo punto: la roca debajo de la cual ella misma escondió la carta hace algún tiempo atrás.

Sadira recuperó el pergamino y la esfera azul se fragmentó, formando en el aire un conjunto de letras que definían a la perfección la palabra promesa. Le estaba informando de que era precisamente ese papel andrajoso lo que necesitaba para responsabilizarse de su estatus de guardiana. Después, las luces se reagruparon y desvanecieron tan rápido que la joven no pudo ni darle las gracias. Pero de alguna forma, ella sintió que le comunicó su gratitud. A quién, ya es otra historia. Porque esa energía no se creó de la nada: debía tener un origen, un emisor. ¿Sería el mismo que el de la carta? Probablemente. Alguien que quiso asegurarse de que su ayuda no quedara relegada en el fondo de un cajón –o aprisionada por una enorme estructura rocosa–.

Desde ese día siempre lleva el pergamino encima, deseando tachar uno a uno todos los ingredientes que detalla. Pero hasta el momento sólo ha podido rayar hasta la saciedad uno de los nombres: pluma oscura. De todas formas, Abali no le culpa por su ineficiencia. Al fin y al cabo se ha forjado entre ambas un vínculo indescriptible y sabe que es cuestión de tiempo que reúna todos los materiales necesarios.

Sadira se pone en pie y recoge el pergamino de la mesa de piedra. Lo dobla cuidadosamente y lo guarda en el bolsillo derecho de su pantalón. Dirige la mirada a los símbolos tallados en la mesa: varias agrupaciones de 30 barras que representan cada uno de los meses que lleva viviendo allí. Desliza los dedos sobre las líneas con el corazón encogido. Suelta un leve suspiro y cierra los ojos entristecida. Pero a los pocos segundos los abre con firmeza, decidida. Su expresión parece haber cambiado totalmente.

Se dirige al exterior y se arrodilla ante el lago que tiene en frente de casa. Hunde la cabeza en el agua y se frota la cara con efusividad. Después observa la imagen que le devuelve la superficie. Tiene un aspecto diferente al de la última vez que se dejó ver ante alguien. Quizá incluso diferente al de la última vez que ella misma observó su reflejo. Su cabello le llega ahora hasta casi la cadera y sus rasgos infantiles se han definido con el tiempo. Además, la escasez de sol le ha otorgado una piel sumamente pálida.

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