II

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Tras haber dado por acabada la conversación nadie volvió a mencionar el tema. Luego de que las risas provocadas por Jacobo fueron saciadas quedaron en silencio por un momento y se miraron sin saber qué hacer. Al final, por más que intentaron reanudar los lazos del habla no lo consiguieron satisfactoriamente y comenzaron a retirarse.

Edgar se puso de pie para acompañar a Grigori y Jacobo a dar un paseo por el jardín, pensaba dar una o dos vueltas a la casa, luego iría a su habitación para dormir un rato y buscaría un cuarto en alguna pensión cercana; pero cambió de opinión al ver que las puertas de ambos extremos del corredor cubierto de la escalera estaban abiertas. Deslizando la mano sobre el muro se encontró con el borde de un papel asomado entre las juntas de la madera; al halarlo se dio cuenta de que era un sobre que, más que por temor a cometer una indiscreción sino por la certeza de enterarse de algo que no quería saber, inmediatamente devolvió a su sitió entre los muros.

Al estar arriba, en un pasillo tan angosto como el zaguán, notó varios cuartos vacíos, sólo en dos (de los que estaban abiertos) se podía decir que había algo: En el primero habían pliegos de papel y sobres junto a un frasco de tinta; en el segundo una manta yacía en el suelo con un libro sobre ella. Se extrañó un poco. Al estar lejos y recordar la casa en sus momentos más resentidos aquellos cuartos llenos de muebles y repisas, ninguno igual al anterior, eran lo segundo que llegaba a su mente luego de haber huido de lo primero. Ahora vacíos, como si siempre lo hubieran estado, lo miraban con altanería.

Siguió caminado por el largo y angosto pasillo. Recordaba de cuando era pequeño, intentando que sin rencor, que los corredores de la casa y ése en particular eran tan estrechos que era penoso para dos personas pasar al mismo tiempo, no había espacio suficiente como para cruzarlo sin tropezar al otro.

Cuando ya recogía los pasos una de las puertas, la tercera, se abrió dejando salir a su prima y hermana.

— ¿Segura que no quieres dormir aquí? —Morgan se dirigía a la niña, refiriéndose al cuarto del que acaban de salir.

—No quiero, está muy oscuro.

Caminaron por el pasillo sin tomar en cuenta la presencia de Edgar a sus espaldas, entraron al cuarto de la manta.

Las siguió guardando distancia, llegando a ver que Amanda reposaba sobre el folgo y Morgan le leía el único libro a disposición. No logró apartarse, pero tampoco escuchar la lectura. Al evocar su memoria distinguió que se trataba de <<El Faisán que Cayó en el Mar>> libro que su tía siempre les leía en el jardín. Antes de ello lo había olvidado por completo. Sus recuerdos más felices se esfumaban tan gradualmente que no se daba cuenta, quedando sólo greda.

Se recostó del muro y sentándose en el suelo esperó que sus memorias lo alcanzaran.

— ¿En todo este tiempo sólo estuve pensando en ello? —Continuó con una conversación a base de interrogantes que, de haber sabido las respuestas, no habría vuelto a casa... Se preguntó si esa última determinación era cierta.

Sintió la garganta cerrarse, incluso se preguntó en voz baja por qué el ponerse la mano en la frente y llorar ya no le servía de nada.

— ¿Qué sucede? ¿Ya se arrepintió de venir? — Morgan estaba frente a él. Con las manos en la espalda y una seña irónica le miró desde arriba.

—No, no...— Se incorporó esbozando una sonrisa y fingiendo bostezar como mala excusa para sus ojos enrojecidos. —... Estaba pensando y acabé exhausto. — La muchacha permaneció en silencio mirando por la ventana a su derecha. — ¿No quiere saber en qué pensaba? —Preguntó aunque sabía la respuesta, lo que no sabía era si ella lo admitiría abiertamente.

— Esto lo digo sin ánimos de ofenderlo, pero le estaría mintiendo si le dijese que sí...— Edgar se peinó hacia atrás y la miró en silencio. Era la respuesta. Entonces ella volvió a hablar. — ¿No es aquel su hermano?

Edgar desvió su atención hacia la ventana.

— ¡¿Qué se supone que está haciendo?! — Sus pupilas se iluminaban con el naranja brillo de las llamas chispeantes, danzando tras el cristal empañado por su aliento. — Maldita sea... Lo está haciendo de nuevo.

Debido a la naturaleza del sitio le fue imposible salir rápidamente. Morgan quiso apartarse de su camino echándose a un costado, esto sólo hizo que el pecho de Edgar quedase frente a ella, había sido un accidente; pero aun así el nudo en la garganta del hombre no dejaba subir el aire. Ella le puso las manos en la camisa, haciendo que éste mordiese el interior de su mejilla y cayera de espaldas.

Edgar se veía confundido sobre la teja del bajo techo exterior.

— Es más rápido por la ventana. — Morgan se inclinaba sobre el marco para mirar a su primo y, luego de una pausa, un poco más allá. — Su hermano y el mío se ven muy entretenidos... — Él se puso de pie al recordar lo que pasaba y se colgó de brazos del borde para luego llegar al suelo e ir en su dirección. —... Ya debería saberlo.

...

Con el sol comenzando a caer apenas si Jacobo y Edgar habían conseguido controlar el incendio que Grigori había provocado en el carruaje de su hermano, largo rato había pasado antes de lograrlo. Con intención de excusarse el muchacho se explayó a explicar que una araña, bastante grande además, tenía un nido en una de las juntas de la madera; por ende había que acabar con tal asquerosidad. Dándose la libertad de tomar un sobre vacío que se hallaba entre el cojín y la espalda del asiento y, tras encenderlo, aproximarlo lo más posible a la maraña que era la casa del arácnido. Antes de darse cuenta el fuego había tomado fuerza volviéndose incontrolable. Todo esto mientras Jacobo bajaba tamarindos de un árbol no tan cercano.

La explicación complació a la madre y abuela del incendiario. No obstante, tales convencimientos no hallaron cabida en el entendimiento de la Sra. Nailea, mucho menos en el de su ecuánime hijo; pero el que sí desconfiaba con todas las de la ley era Edgar, pues no era la primera vez (y sospechaba que tampoco la última) que encontraba a Grigori cometiendo actos de barbarie. Muchas veces lo había visto incendiar pequeños montones de hojas, en una ocasión libros viejos, todos con la excusa de que lo ahora quemado había sido criadero para arañas. Cuando más pasaban los años más se acrecentaba dicha manía en el muchacho a la par de una floreciente desconfianza en el otro, al punto de creer que al regresar del teatro a la pensión no habría pensión alguna. Por ello tomó por costumbre revisar los bolsillos de Grigori cada vez que tenía oportunidad, asegurándose de que no llevase consigo ninguna cerilla o a fines.

No lograba recordar algún descuido de su parte del cual Grigori se pudiese haber aprovechado. Recapitulaba en su memoria los eventos del día y los días anteriores buscando descubrir el fatal error que ahora le hacía limpiar las cenizas de lo que antes había sido su medio de transporte. Desde su percepción no había nada y de los días anteriores no recordaba. Incluso llegó a preguntar a su tía si, al momento de su llegada y luego de su salida al jardín, Grigori había desaparecido por al menos unos segundos. La tía, desde su silla bajo la higuera (a la cual Edgar se había acercado para interrogarla) respondió que el único que había desaparecido había sido él mismo.

El hombre respiró profundamente en medio de cavilaciones. Si acaso su hermano decía la verdad o no dejó de importarle, en ese preciso momento lo único que ocupaba su mente era la certeza de que su estancia con los Ross se extendería por más de unas cuantas semanas.

No sabía si alegrarse o entristecerse por ello.

Una fuerte brisa sopló llevándose gran parte de las cenizas junto con los últimos rayos de sol, el resto terminó impregnado en la camisa del mayor de los muchachos.

Ese Día, Como Todos los Días.Where stories live. Discover now