IV

13 5 0
                                    



Tras mucha insistencia, los hermanos decidieron quedarse en la casa estableciéndose de manera tácita una rutina que los incluía, así estos no pasarían momento de hastío, pues la familia Ross siempre estaba atareada.

A pesar de no salir mucho de sus propios terrenos se aseguraban de hacer cada mañana, tarde y noche lo más llevaderas posible. Al iniciar el día a las 5 de la mañana acostumbraban desayunar en el jardín, todos excepto Said, que no salía de su cuarto hasta las 8 en punto, limpiaban el pequeño establo con una cabra, diez gallinas, el caballo que Jacobo había conseguido a cambio de un tramo de terreno y, aunque ahora no le sirviera de mucho, una anciana vaca que se rehusaban a sacrificar. Almorzaban y cada quien continuaba con sus tareas diarias sin siestas de por medio, estas estructuras programadas les aseguraban un desarrollo eficiente por la mañana que les dejaba libre las restantes horas del día para hacer cualquier otra cosa.

Se pasaba el tiempo sin mayores intervenciones olvidándose de las tareas sólo los sábados por la mañana.

Dependiendo de la hora la sinfonía de las afueras cambiaba a la par de sus movimientos. En las mañanas se podía escuchar con claridad el zumbido de las abejas en los árboles del bosque cercano, por las tardes el viento vestido de petricor y por las noches las paleadas en la tierra. Cosas que Edgar recordaría esa incipiente primera noche ahora lejana.

En esos primeros días de visita la cotidianidad de la casa sólo fue interrumpida en dos ocasiones:

La primera, cuando Raizel decidió sacar las cosas de su hijo mayor de la valija, llevaban varios días en casa y éste no había desempacado, como si esperara la más mínima oportunidad para marcharse. En medio de la labor no solicitada Raizel se detuvo al instante de encontrarse con un vestido de mujer, confundida llevó la prenda al salón donde la familia estaba reunida y aventándola sobre el regazo de Edgar, quien desvalijado descansaba luego de una mañana recolectando heno, le interrogó con mirada asertiva.

—Ah, es un regalo. —Aclaró el joven con una sonrisa. Buscó salvarse de las dudas de su madre y miradas de la familia al ver a la única persona que no reparaba en su presencia. —Para usted. —Al verlo en el carro de un vendedor ambulante pensó que al dárselo Morgan podría deshacerse de ese cicatero vestido que le veía disponer cada cuando.

Tendiéndoselo como lo haría con una servilleta nuevamente doblada, ella lo desplegó viéndolo sin ojos.

—Gracias, no tenía que hacerlo.

A Edgar no le sorprendió la falta de reacción de su prima ante el sencillo vestido negro de cuello redondo y adornos morados, pues le había estado dando por sentado desde su llegada. Le hablaba y sonreía de a momentos bastante breves; pero cuando él le buscaba la palabra la dama terminaba por aburrirse y miraba en direcciones contrarias a él. No obstante, rara vez pidió que callase.

En cada uno de esos momentos, pese a estar predispuesto a ellos, era cuando Edgar sentía que su sitio en la vida de todas esas personas, especialmente en la de Morgan, había sido ocupado por largos paseos y lánguidas canciones cantadas al cuidar de las gallinas.

Al día siguiente de lo ocurrido, siendo sábado, llegaba el momento de deleitarse con las actividades que cada quien había seleccionado para ocupar su tiempo, eso sí, todo en el salón bajo la entretenida mirada de la abuela Yesenia. Con la señora apenas habiéndose sentado, aconteció el segundo evento intencionalmente más dramático que el anterior:

No contaban con un piano o con ningún otro instrumento convencional propio de los hogares pudientes (el cual no era el caso), no poseían clavicordio o flautas dulces. Cuán grande fue la sorpresa marcada en el rostro de Edgar y su hermano cuando vieron a Jacobo sacar del baúl bajo la ventana una espacie de tambor enorme. No se trataba de un bombo ni de cualquier otro instrumento de uso acostumbrado en las marchas militares, sino de un tambor de caja alargada y vertical. La puso entre sus piernas luego de tomar asiento y comenzó a tocar con tal rapidez que sus manos se borraban sobre el terso cuero.

Ese Día, Como Todos los Días.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora