Capítulo 22.

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Percy

Percy echaba de menos a Bob. Se había acostumbrado a tener al titán a su lado, iluminándoles el camino con su cabello plateado y su temible escoba de guerra. Sin él, su única guía era una vieja demacrada y cadavérica con un grave problema de autoestima.

A medida que atravesaban afanosamente la polvorienta llanura, la niebla se volvió tan densa que Percy tuvo que resistir el deseo de apartarla con las manos. El único elemento que le permitía seguir el camino de Aclis eran las plantas venenosas que brotaban por donde ella caminaba.

Si todavía se hallaban en el cuerpo de Tártaro, Percy calculó que debían de estar en la planta de su pie: una extensión áspera y callosa donde solo crecían las plantas más desagradables.

Finalmente llegaron al extremo del dedo gordo. Al menos eso le pareció a Percy. La niebla se disipó, y se encontraron en una península que sobresalía por encima de un vacío muy oscuro.

—Aquí estamos.

Aclis se volvió y los miró de reojo. La sangre de las mejillas le goteaba en el vestido. Sus pálidos ojos estaban húmedos e hinchados pero de algún modo llenos de emoción. ¿Podía emocionarse el Sufrimiento?

—Ah... genial —dijo Percy—. ¿Dónde es «aquí»?

—En el borde de la muerte definitiva —respondió Aclis—. Donde la Noche se junta con el vacío debajo del Tártaro.

Brigitte avanzó muy lentamente y se asomó al precipicio.

—Creía que no había nada debajo del Tártaro.

—Oh, desde luego que sí... —Aclis tosió—. Hasta Tártaro tuvo que surgir de alguna parte. Este es el borde de la oscuridad primitiva, mi madre. Debajo se encuentra el reino del Caos, mi padre. Aquí están más cerca de la nada de lo que lo ha estado jamás ningún mortal. ¿No lo notan?

Percy sabía a lo que se refería. El vacío parecía tirar de él, extrayéndole el aliento de los pulmones y el oxígeno de la sangre. Miró a Brigitte y vio que tenía los labios teñidos de morado.

—No podemos quedarnos aquí —dijo.

—¡Ya lo creo que no! —Dijo Aclis—. ¿No notan la Niebla de la Muerte? Incluso ahora pasan entre ella. ¡Miren!

Un humo blanco se acumuló alrededor de los pies de Percy. A medida que se enroscaba por sus piernas, se dio cuenta de que el humo no lo estaba rodeando. Provenía de él. Su cuerpo entero se estaba disolviendo. Levantó las manos y vio que eran borrosas y poco definidas. Ni siquiera sabía cuántos dedos tenía. Con suerte, todavía diez.

Se volvió hacia Brigitte y contuvo un grito.

—Estás... ah...

No podía decirlo, sabiendo lo importante que era para ella lucir guapa. Parecía muerta. Tenía la piel amarillenta y las cuencas oculares oscuras y hundidas. Su precioso cabello se había secado y se había transformado en una madeja de telarañas. Parecía que hubiera estado metida en un mausoleo frío y oscuro durante décadas, marchitándose poco a poco hasta convertirse en una cáscara reseca. Cuando se volvió para mirarlo, sus facciones se volvieron momentáneamente borrosas y se tornaron en niebla.

La sangre de Percy corría como savia por sus venas. Desde que la conoció nació ese instinto de cuidarla a toda costa que solo aumentó con el pasar del tiempo. Cuando eres un semidiós, es un gaje del oficio. el morir La mayoría de los mestizos no viven mucho. Siempre sabes que el siguiente monstruo puede ser el último. Pero ver a Brigitte en ese estado era demasiado doloroso. Prefería quedarse en el río Flegetonte, ser atacado por arai o pisoteado por gigantes.

The heroes of Prophecy.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora