LXVII

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El curtidor de pieles con el que habían hablado, un hombre igual de arrugado y reseco que el cuero que trataba, acabó contratando a Evan tras el fallecimiento de uno de sus aprendices. Lo había hecho de mala gana, aunque tampoco había demasiada gente dispuesta a lidiar con la peste penetrante del curtido o a dejarse poco a poco la vida en él. El maestro curtidor había advertido de que no ganaría mucho, y también había hablado de manera vaga sobre los peligros que entrañaba el oficio.

—Al menos no se te caerá el pelo —le dijo a Evan el primer día que Anne y él se pasaron por la curtiduría—. Ah, y ella no puede estar aquí. Da mala imagen.

A Anne no le hizo gracia la broma, sobre todo porque el aspecto del curtidor no era mejor que el de Evan, y mucho menos la prohibición. Los primeros días se la saltó y fue a visitarle a la habitación que el curtidor le había cedido, pero el hedor allí era tan insoportable que las náuseas la obligaban a salir corriendo para vomitar fuera. Optaron entonces por pasear por el centro de Charles Town, algo que pronto tuvieron que descartar también. Las duras miradas de los habitantes incomodaban a Evan, y además empezaron a temer que alguien los reconociera.

—Busquemos un lugar en el que encontrarnos —propuso Evan en uno de aquellos fallidos paseos—. Uno donde nadie nos juzgue ni vivamos con miedo a que nos entreguen. Un lugar en el que nadie nos diga lo que tenemos o no tenemos que hacer.

—¿Un lugar como Nassau? —Anne sonrió con tristeza.

Evan suspiró nostálgico.

—Quisiera poder ayudaros a ti y al pequeño Jack, pero la paga apenas me llega para comprar una hogaza de pan y un puñado de carne seca. Y eso cada dos días. Le he pedido más al curtidor, pero solo intercambia conmigo frases relacionadas con el trabajo.

—Estaré bien. Todavía me queda algo del dinero que conseguí vendiendo el candelabro.

—¿Y luego qué harás?

—Podré con lo que venga.

—Reunámonos —insistió Evan—. Aunque sea un par de veces al mes.

—¿Qué tal el segundo y el cuarto domingo?

—¿En el callejón tras la pescadería? ¿Igual que en Jamaica?

—Hecho.

Evan se adelantó unos pasos y la abrazó con cariño. La barriga, cada vez más grande, se interpuso entre ambos.

—Ten cuidado, Anne. Por los dos.

—Tú también. Si te pasara algo, no podría... —A Anne se le quebró la voz.

—Vamos a estar bien. Los tres. Oye, Anne, tengo que irme. Ese cabrón quiere que vaya a recoger mierda de perro para ablandar las pieles.

Le observó marchar y resopló. Le había mentido. Hacía ya unos días que se le había terminado el dinero del candelabro robado y todas las noches pensaba en cómo salir adelante. Se había ido mudando de esquina en esquina para que no la atraparan y el día anterior se le acabaron las provisiones que había racionado. Se sentía sola, porque no podía ver a Evan a voluntad, y la soledad la atormentaba con los recuerdos de Jack, Mary, George, Thomas y de todos los amigos que había perdido a lo largo de su vida, incluido Aidan. No había podido despedirse de ellos como le habría gustado, y entonces se le ocurrió que aún podía dedicarle una despedida a alguien que estaba cerca.

Recorrió Main road buscando el cementerio del que había hablado el dueño de la casa de Eryn, pero no lo encontró hasta que dio una segunda vuelta. El cementerio era solo un trozo de tierra, muy apartado del camino principal y sin delimitar. En total había unas veinte o veinticinco tumbas excavadas en el suelo, algunas con cruces en la cabecera, otras desnudas. La de Eryn se encontraba en un extremo. Su nombre estaba tallado con tosquedad en una cruz latina de madera, sobre un ictus dibujado con la misma delicadeza. Anne se preguntó dónde habrían enterrado a Finn, el marido de Eryn, porque aquel cementerio no existía cuando murió. De pronto tuvo un pensamiento que le provocó enojo. Quizá Eryn hubiera querido descansar junto a él y nadie había respetado su último deseo. Se sentó frente a su tumba, clavó junto a la cruz la daga plateada y le prometió mentalmente que lo investigaría. Mentalmente fue como se comunicó a continuación con ella, pues se sentía estúpida hablándole a un trozo de madera, y le relató con detalle todo lo que había ocurrido desde que la vio por última vez. Repasó su huida de casa y le habló de James, de Jack y del tiempo que había estado en Nassau. Sin embargo, se detuvo a mitad de su cuento sin palabras. Había llegado a la parte en la que se encontró con aquella prostituta de pechos abultados y pelo negro a la que le sacó información sobre el mar.

Aguas agitadas [VERSIÓN FINAL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora