VII

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La carta venía desde Kinsale. William la cogió extrañado y rasgó el sobre. La fecha era del diez de julio, apenas unas semanas más tarde de haber partido de Cork. La letra no le resultó familiar. La sangre le huyó del rostro a medida que leía, y al llegar a la mitad se dio cuenta de que le faltaba el aire. Cuando terminó deseó con toda su alma que aquello fuera un error.

Briana se había suicidado. La carta estaba escrita por el párroco, quien le relataba cómo habían encontrado su cuerpo sin vida sobre la cama junto a varios frascos vacíos de sales de antimonio. El párroco le condenaba por lo que había hecho y le informaba, por último, de que era necesario que la Iglesia se apropiase de la casa y de los bienes materiales como pago por el entierro de Briana y como gesto necesario para acercarle a la absolución. Se sujetó a los bordes de la mesa, mareado. Briana estaba muerta por su culpa. Se había atrevido a pensar que Dios le perdonaría, porque lo había hecho para proteger a Anne, pero tal vez aquel fuera su castigo por amar a la persona equivocada.

—¿A dónde vas? —le preguntó Mary al verle salir de nuevo.

Ni siquiera la miró. Vagó desorientado por las angostas calles del barrio mientras en su cabeza se repetían las frases de la carta. No fue consciente de que había dejado atrás las casuchas en las que vivían sus vecinos los católicos y los refugiados hasta que la luz de una taberna en la noche le atrajo como a una polilla perdida.

La alegría del interior le hizo sentirse fuera de lugar. Se sentó como manejado por hilos en una mesa vacía y fijó los ojos en el frente. Alguien se acercó y le preguntó algo. Asintió sin saber a qué y casi al momento tuvo frente a él un vaso lleno con un líquido de olor fuerte. Observó el vaso sin verlo y lo vació de un trago. El alcohol le quemó la lengua, la garganta y parte del tormento. Pidió otro vaso y se sintió un poco mejor. Y repitió la secuencia hasta que todas las monedas que llevaba encima desaparecieron.

Entró sonriente en la casa después de haberla buscado durante un buen rato. No obstante, en cuanto volvió a ver el sobre encima de la mesa, se desplomó sobre una de las sillas y dejó escapar un par de lágrimas amargas.

A la mañana siguiente Mary le sacudió del brazo hasta que abrió los ojos y se ubicó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Mary con suavidad.

William señaló la carta con la cabeza y Mary, ahora que tenía su permiso, la leyó.

—Lo siento, William.

—No. Lo siento yo.

—¿Por qué?

—Por todo. Por esto —dijo señalándose—. Por la vida que llevamos. Y porque anoche gasté buena parte de nuestros fondos en la taberna.

Mary le entregó una mirada lastimera, le peinó con los dedos el fino bigote y le ayudó a incorporarse.

—Todo mejorará, ya verás. Vamos a aclararte un poco la cara. Después ve a despertar a Anne mientras yo preparo el desayuno.

El desayuno se convirtió en la única comida del día. El rugido de tripas vacías se instaló con ellos en la casita y los tres ganaron varios tonos de palidez. A Mary se le doblaban las rodillas, y al peinar a Anne los mechones se quedaban pegados en el cepillo. El invierno llegó sin piedad y los obligó a utilizar incluso la alfombra del salón para abrigarse. El día que Anne trajo satisfecha un par de patatas robadas en el mercado el pánico cundió en la casa. William la asustó tanto con las amputaciones y los castigos que se aplicaban a los ladrones que se echó a llorar. Le hizo prometer que no volvería a hacerlo, aunque no devolvió las patatas. Cuando el hambre se comió a la vergüenza empezaron a mandarla a mendigar a casa de los vecinos. Un niño necesitado levantaba más compasión.

En marzo William descubrió ilusionado que había gente dispuesta a pagar para que alguien realizara tareas sencillas por ellos. Consiguió que le dejaran reparar ventanas, ir al mercado o entregar mensajes y paquetes, lo que le entusiasmó hasta que recibió el primer pago. Aquello no era suficiente. La garganta se le apretó al pensar en las mejillas hundidas de Anne y en la cintura consumida de Mary. No tenía valor para volver a casa y decirles que ese día tampoco comerían. Se guardó las monedas en el bolsillo y echó a andar despacio con los hombros caídos. Apenas vaciló antes de entrar en la taberna.

El día anterior al sexto cumpleaños de Anne, William se lamentó frente a todas las tiendas en las que se detuvo. Deseaba regalarle algo, una tela bonita para un vestido o un lazo, pero no había nada a su alcance. Se le ocurrió buscar en los callejones algún trozo de madera con el que fabricarle una figura, aunque no supiera tallarla. Tampoco lo encontró. Abatido, pidió vino al tabernero y se lo llevó a su rincón. Una discusión en la mesa vecina interrumpió los oscuros pensamientos que habían comenzado a rondarle.

—¡Os digo que esa casa es mía! —exclamó un hombre calvo de mirada fiera.

—¡Y yo os digo que la casa me pertenece! La compré hace ya dos meses y mi familia y yo hemos estado todo ese tiempo viviendo en ella. ¡Ya no tenéis ningún derecho! —replicó su interlocutor, un joven de nariz ganchuda.

William no pudo resistirse y se acercó. Hacía mucho que no ejercía como abogado, pero aquel caso era muy sencillo.

—Disculpad —intervino—. Si dispusierais de algún tipo de documento que certificase la transacción, algo firmado en el momento de la compra, quizá podría solucionarse. También podríais hablar con los testigos del trato y pedirles confirmación, escrita u oral para aclararlo. Os recomiendo escrita, porque...

—¿Es que acaso sois un hombre de leyes? —interrumpió el calvo con burla. Luego le examinó de arriba abajo y escupió al suelo—. ¡Irlandés! Debí haberlo imaginado al verte en una taberna...

—Sí, soy un hombre de leyes —respondió William ignorando el comentario.

El hombre de la nariz ganchuda se puso en pie al oírlo, se llevó a William a la barra y ordenó al tabernero que les sirviera dos jarras.

—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó con interés.

—William Cormac, señor.

Y entonces el hombre pronunció las palabras más dulces que William había escuchado en los dos últimos años.

—Decidme, William, ¿estaríais dispuesto a trabajar para mí y ayudarme a defender mi causa?



Aguas agitadas [VERSIÓN FINAL]Where stories live. Discover now