LXIII

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Tras la sentencia los presentes estallaron en gritos de júbilo, silbidos y vítores.

—¡Esperad! —exclamó Anne por encima del clamor, dominada por el pánico. Tenía la sensación de que el veredicto había sido en parte culpa suya por no mostrarse convincente—. ¡Es cierto que estamos muy arrepentidas! ¡Las dos! Lo lamentamos de corazón.

Pero incluso ella notó el tono pueril y desesperado de su voz.

—La sentencia está dictada —zanjó el juez Alfred, molesto porque se hubiera atrevido a interpelarle—. Si las acusadas tienen algo que decir, esta es la ocasión para hacerlo.

Anne se dio cuenta entonces de que en ningún momento habían tenido ninguna posibilidad. Era probable que la decisión hubiera sido tomada antes incluso de empezar el juicio.

—Señoría —llamó Mary con voz clara y tranquila. Luego se llevó una mano a la barriga, apenas abultada—. Abogamos por nuestros vientres.

Aquella declaración hizo que el frágil silencio que al juez Wright tanto le había costado obtener se destruyera de nuevo. Los comentarios sonaban esta vez confundidos, y aunque algunos, en especial las mujeres, se compadecieron, otros encontraron más motivos aún para alentar el ahorcamiento.

—En tal caso —dijo el juez mirando con los ojos entrecerrados a Mary—, se pospondrá el proceso una semana y se enviará a una matrona para que compruebe si es cierto que ambas os encontráis en estado. De ser así, la condena se ejecutará el día posterior al día del alumbramiento. Pero en caso contrario, no solo la ejecución será inmediata, sino que además se aplicará una penalización, de severa a muy severa, por haber intentado burlar al tribunal.

Mary miró a Anne y se culpó. Acababa de conseguir que su situación empeorase aún más.

—Que así sea —dijo Anne con firmeza.

—Bien. ¿Algo más que añadir? —preguntó provocador Alfred Wright.

—Sí —respondió Mary al desafío—. Puede que no hayáis creído mi discurso, pero es cierto que no estoy orgullosa de algunas de las cosas que he hecho. Sin embargo, no temo a la horca. Si se dejase a un pirata elegir castigo, no elegiría otro sino la muerte. El miedo a ella mantiene el honor entre ladrones, y de no ser por eso, muchos de los que ahora estafan a huérfanos y viudas saldrían al mar a robar. Entonces el océano se llenaría de cobardes, tanto que ningún mercader se atrevería a salir, y en poco tiempo no compensaría emprender comercio alguno. Decid lo que queráis, juez Wright: la piratería es un bien social necesario.

El juez Wright negó con la cabeza, decepcionado, y dio por finalizado el proceso.

Dos guardias, distintos a los que las habían escoltado hasta el tribunal, las llevaron un par de plantas más abajo de donde estaba la celda alargada en la que habían pasado la última semana. Aunque allí la oscuridad era más densa todavía Anne estudió la situación. El guardia de Mary se encontraba lo bastante lejos como para darle unos segundos de ventaja si echaba a correr hacia la salida. Y el que la retenía a ella, a pesar de su formalidad y su mirada impasible, no parecía demasiado fuerte. Echó la cabeza hacia atrás y la estrelló con todas sus fuerzas contra él. El cabezazo le impactó en la boca y, a su vez, los dientes del guardia se le clavaron en la frente. Movió un pie para salir disparada en dirección contraria, pero el hombre, con una agilidad con la que no había contado, la agarró de las cadenas y la detuvo en seco. Le dio la vuelta y ambos contemplaron las heridas que se habían provocado el uno a otro bajo la luz de la antorcha. La arrastró hacia la nueva celda en silencio y la lanzó dentro con un empujón que la hizo caer de lado y golpearse el hombro y la sien.

—Es cierto que hombres y mujeres somos en extremo distintos, aunque hay algo que tenemos en común —dijo el guardia desde detrás de la puerta cerrada—. Ambos sangramos cuando se nos hiere, y ambos morimos cuando se nos mata.

Aguas agitadas [VERSIÓN FINAL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora