Capítulo 6

114 11 4
                                    


Estaba perdiendo el control.

Es como si de un momento a otro todo se desvaneciera y no pudiera cogerlo, pues incluso en sus dedos escurría como agua.

Así eran los problemas a veces. Monumentales y difíciles de solucionar.

—Cyara, han pasado dos días, necesitas tomar el aire —habló Esteban, rompiendo el silencio que invadía la sala.

—¿Dos días? —preguntó—. Vaya, pensé que había pasado más tiempo, prefería que ya hubiera pasado una semana al menos.

—Oye, es normal que quieras refugiarte pero el dolor no se irá así... Susana era una persona importante, estaba ahí y la veías con frecuencia. Será raro para ti llegar al bar y no verla hoy, ni mañana, ni pasado. Así es la vida. Así es la realidad. Las personas que queremos se van, o se mueren, o desaparecen. Pero los que quedamos no podemos hacer lo mismo, por eso tienes que salir a tomar el aire, necesitas respirar aire fresco, necesitas seguir viviendo.

—Siento que es mi culpa...

Él enarcó sus cejas y después hizo un gesto con la boca, no era la primera vez en esos días que la rubia se atribuía cualidades que no tenía, la culpabilidad sólo era una más para la lista.

—Deja de decir tonterías, tú no la has matado ni tampoco hay probabilidades de que conozcas a quien lo hizo. No formaba parte de tu círculo cercano —tomó su mano y la ayudó a levantarse del sofá—. Mi hermana está investigando, tienes que tener un poco de confianza en que darán con quien lo hizo. Ahora date el lujo de seguir viviendo.

—Siento que me estás echando de casa.

—Claro que te estoy echando de casa —obvió con cierto tono divertido en su voz—. Hazle una visita a Sara o a Laura, yo que sé.

—Si, creo que eso haré —mintió, pues sus pies no la condujeron a la casa de ninguna de estas cuando salió a la calle.

Sus pies fueron directos al callejón donde quedaba el bar, no se atrevió a entrar, solo se detuvo delante de este y miró por la ventana quienes estaban dentro. El camarero de la última vez estaba apoyado en el mostrador mientras miraba la televisión, unos señores que rondaban los cuarenta y tantos estaban jugando una partida al tute, y una pareja charlaba en la barra de manera animada.

No quiso entrar. Se negaba a volver a hacerlo. Ahora ese lugar tendría los fantasmas de quien ya no estaba.

Suspiró y se dio la vuelta para volver por donde había venido, pero justo entonces un lujoso Audi de color negro aparcó cerca de ella, rondando la acera. Tenía las ventanillas polarizadas pero aún así podía distinguir la figura del hombre que se sentaba tras el volante.

—Christopher —dejó escapar su nombre por sus labios y caminó con rapidez hasta el coche, abrió la puerta de copiloto y se metió con rapidez en este. Él, que estaba quitándose el cinturón de seguridad, dejó la acción a medias y la miró alzando sus cejas—. Por favor, hazme olvidar...

—Cyara, no puedes desaparecer dos días y después aparecer pidiéndome esto —susurró, aunque ya se había quitado el cinturón y su mano viajaba hasta el rostro de ella para acariciarle la mejilla izquierda con sus nudillos. La rubia cerró sus ojos nada más sentir su tacto.

—Lo necesito —admitió en un hilo de voz—. Por favor, Christopher, esta vez no por placer, sino por olvidar.

La miró a los ojos, unos ojos que le suplicaban y a los que no quería resistirse. ¿Qué consecuencias podría traerle eso a su vida? No era la primera mujer con la que se acostaba. Ya habría tiempo de arrepentirse más tarde.

Infames intenciones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora