Capítulo 10

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Cyara se paseaba por la casa del abogado como si fuera la suya propia, con los pies descalzos dejando que el frío del suelo le hiciera sentir escalofríos con cada paso que daba, no llevaba el pantalón, pues se le había quedado olvidado en alguna esquina del cuarto. De fondo se escuchaba la ducha, el agua cayendo y los guturales sonidos de un hombre que parecía disfrutar de la sensación.

La casa era enorme y perfecta, casi recién sacada de una película de amor familiar, donde el protagonista tenía un trabajo bien pagado, una mujer hermosa y un par de hijos idénticos a él.

Se llevó la taza de café a los labios para darle un trago al líquido que todavía estaba caliente, no le gustaba el café frío. De hecho, no solía gustarle el café, pero en aquella ocasión le venía bien. Era amargo. Después de tanto dulce necesitaba algo así, no quería empalagarse, ni mucho menos que su paladar se acostumbrara al azúcar en exceso.

Dejó de escuchar el sonido de la ducha, era cuestión de minutos que su acompañante bajase. Solo tenía que secarse el cuerpo y poner ropa limpia, no tardaría demasiado. Fue entonces cuando sus ojos verdes barrieron la sala y encontraron en una de las pequeñas estanterías en donde guardaba libros varios marcos de fotos, pero solo una llamó su atención. La taza se escurrió de sus dedos y el líquido quedó sus pies, haciéndole soltar un gemido lastimero.

El abogado fue rápido en bajar, con el pantalón puesto y la camisa todavía sin abotonar, miró la escena desde la distancia y se acercó soltando un suspiro.

—Ten cuidado, puedes clavarte algún cristal y será peor —le extendió la mano, pero ella ni siquiera lo había escuchado. Es como si todos sus sentidos se redujeran a uno.

Necesitaba una pausa. Escuchó su propia respiración y volvió a tragar saliva, sintiendo como el nudo en su garganta se deshacía poco a poco.

Había pasado otra vez. Se estaba abriendo a alguien más. Le habían vuelto a mentir. Su fantasía se esfumó de inmediato. Toda la vida desconfiando de las personas, porque cada una era peor que la anterior. Hasta que creyó encontrar a alguien con quien podría llegar a conectar. Alguien inteligente. Alguien con clase. Alguien que era bueno con la lengua pero también lo era con las manos. Alguien que parecía ser hecho de verdad y no de maldad. Volvió a caer. Se dejó llevar. Terminó como de costumbre.

Él siguió su mirada y soltó un largo suspiro al ver que tenía su mente perdida. Se inclinó para cargarla en brazos, sin importar la situación no iba a dejar que sus pies siguieran tocando el café del suelo, no iba a dejar que se enfermase por algo así. La llevó hasta el sofá y buscó una toalla para secarle los pies sin decir ni una sola palabra. Todo a su tiempo.

—Me has mentido —escupió.

—No.

—Si, si que lo hiciste, eres igual que todos los hijos de puta que existen, ya me parecías a mí demasiado perfecto. Menos mal que la perfección no existe y tú eres el claro ejemplo de ello.

—Cyara, escúchame —tomó sus muñecas, todavía de cuclillas frente al sofá en el que estaba sentada—. Yo en ningún momento te he mentido, soy abogado, miento solo cuando me pagan para hacerlo.

—Entonces explícame por qué tienes aquella foto. No me digas que son tus hermanos porque estás besándola, que yo sepa los hermanos no tienen ese tipo de vínculos.

Tomó una profunda respiración y desvió la mirada de nuevo al cuadro en donde efectivamente besaba a aquella mujer de cabello negro azabache y lleva en brazos a un niño de apenas un año y medio, que reía y se le achinaban los ojos al hacerlo. Una punzada de culpabilidad en el pecho le hizo volver a la realidad y volvió su mirada a la rubia que tenía esa misma expresión: desconfianza. La mirada que tantas veces le había visto a Georgina. La mirada que tanto le atormentaba.

—Con quince años me enamoré locamente de esa mujer que ves en la foto. Creía que era el amor de mi vida pero en aquel entonces yo no sabía lo que era el amor —explicó—. Pensábamos que con el tiempo todo se pondría en su lugar, pero tampoco pusimos de nuestra parte para que así sucediera. Nos volvimos personas completamente diferentes... Estuvimos siete años juntos, nos casamos y tuvimos un hijo, pensábamos que eso sería suficiente para fortalecer nuestra relación.

—Pero no lo fue —musitó ella, pudiendo leer la tristeza en sus ojos, se lo confirmó cuando negó con la cabeza.

—Al contrario, todo se volvió una locura. No quiso trabajar y prefirió dedicarse a tiempo completo a nuestro hijo, respeté y apoyé su decisión. Me tocaría entonces hacerlo a mí y no me quejaba por ello. Me quedaba todavía un año de carrera, así que empecé a ir a la universidad por la noche para así trabajar por el día.

Cyara lo escuchó con atención, sintiendo admiración por él con cada palabra que decía. Quizá sus pensamientos no iban tan desencaminados.

—¿Cuál fue el problema que rompió con todo?

—Ella me fue infiel y yo me hice el tonto, supongo que eso le dio libertad de seguir haciéndolo... Hasta que no pude más, estaba harto de la humillación y le planté cara. Ahí empezó todo a desmoronarse, empezó a haber peleas a diario incluso con nuestro hijo presente... —suspiró, cerrando sus ojos como si los recuerdos se le clavaran con fuerza—. El día que la encontré con otro en nuestra cama fue el peor día de mi vida. Venía caliente, harto de todo en la vida y con la ira ya corriendo por mis venas. A él lo eché de casa y con ella volví a discutir...

—Christopher, no tienes que continuar si no quieres —advirtió, aunque muriese de curiosidad por seguir escuchándolo.

—Le pegué, Cyara. Soy un jodido monstruo y no hay día que no se me pase por la cabeza. Estábamos discutiendo justo allí —señaló con su dedo índice la cocina—. Nos gritábamos hasta dejarnos la garganta y para hacerla callar le di un empujón para nada suave. No tengo justificación —se le quebró la voz—. Nuestro hijo jugaba en el jardín en aquel instante, era tan pequeño... Desde que aprendió a andar no dejaba de corretear por todos lados, no se le podía dejar solo. Nosotros lo hicimos —apretó sus labios y bajó la mirada mientras los ojos se le cubrían de lágrimas—. Cayó en la piscina y no lo escuchamos por estar gritándonos. Murió ahogado. Murió por mi jodida culpa, por ser un padre de mierda y un peor esposo.

La rubia lo envolvió entonces en sus brazos, sintiendo el dolor como si fuera suyo propio, sabiendo que algo así no se borraría en la vida y que era lo más doloroso que alguien podría llegar a experimentar.

—¿Cómo se llamaba? —cuestionó mientras le acariciaba el cabello.

—Miguel —susurró—. Miguel Vélez.

—Es un nombre precioso.

—Él también lo era —le hizo saber.

Luego todo fue silencio, dos corazones latiendo a un compás, lágrimas secándose, una oscuridad que empezaba a desvanecerse.

Infames intenciones Where stories live. Discover now