Capítulo 9: Objeciones

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Una semana, una bendita semana había pasado desde que la morena de mi vida se había ido a su ciudad

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Una semana, una bendita semana había pasado desde que la morena de mi vida se había ido a su ciudad. Ella, tan predecible, no me había enviado un solo mensaje. Sin preguntas amenas, sin absolutamente nada más que un email superrobótico de esos automáticos que usan las corporaciones.

Bah.

Mi corazón se ponía triste.

Pero para todo había solución, así que yo le escribí.

Le escribí un mensaje corto, contundente y específico. Le había dicho que las personas no se podían conocer telepáticamente. Que para conocerse hacía falta un poco de diálogo, de ambas partes.

Y que me dijera en mi cara lo que sea que debía decirme sobre nuestra alianza gastronómica, porque es que por algún lado tenía que lograr poder verla.

No supe de su vuelta a Nueva York por ella, una cosa predecible también, sino por el revuelo en el hotel. Siempre pasaba cada vez que venía alguien importante.

Pero uno sabe diferenciar ciertas cosas.

No era un revuelo de estar haciendo las cosas mal y de querer mejorarlas, porque difícilmente este hotel no funcionaba de manera perfecta. Siempre era perfecto. Este era un revuelo que noté la última vez que un miembro de la familia real estuvo aquí por varios días, entiéndase familia real por los Rough y los Mounsmith, y fue la semana en la que conocí a Mía.

Era un revuelo meticuloso, que notábamos solo los que estábamos... camuflajeados en la rutina. Era silencioso, recto, expectante. Y eso solo podía significar que mi morena estaría aquí pronto.

O bueno, bien podría ser su padre el que viniera, pero mi parte positiva quería creer lo contrario.

Lo comprobé cuando, un jueves por la noche, preparando los últimos detalles para la cena, vi su nombre en la lista de comensales.

Y eso me hizo feliz.

Preparé su plato con mimo, como con todos pero más. Con cuidado, porque sabía que iba a disfrutarlo como poca gente se detiene a hacerlo. Calculé qué mesero le entregaría sus comidas y estuve atento a todo. Hasta que llegamos al postre. El postre de ella no llegó a su mesa.

Su postre iba en camino.

Cuando me acerqué poco a poco, pude escuchar su molestia y sus quejas. Eso me hizo sonreír.

—No entiendo por qué mi plato no está aquí.

—Una pasa eso, Mía. Debe tratarse de un error— dijo el hombre a su lado. Alexander Rough.

—Sí, papá. Justo conmigo. Qué conveniente.

—Calma, amor— habló una mujer. Preciosa por cierto.

La morena de mi vida bufó.

Puse el postre frente a ella. —Lo siento. Hubo un error y quise enmendarlo personalmente. Buenas noches— les sonreí y les asentí.

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