2. La voz idónea.

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Estudia el camerino por quincuagésima vez. No hay gran cosa: dos tocadores llenos de bolsas con frasquitos, lápices y otros útiles de maquillaje, sus respectivos taburetes, una mesa redonda con un jarrón lleno de vivas flores, un par de sillas y un armario cerrado donde guardan el vestuario. Junto a la puerta hay un perchero donde habría colgado su abrigo, si no fuera porque lo dejó en la mesa de juego.

Lleva esperando diez minutos, lo cual no es más que un parpadeo para lo que lleva de vida —y lo que le espera—; pero tiene cosas más importantes que hacer que estar ahí de pie esperando a una señora de la que siquiera conoce la identidad.

Pasados cinco minutos, distingue voces por el pasillo que lleva a los camerinos y a las dependencias de los trabajadores. Van subiendo de volumen a medida que se acercan.

—...idiota. Hasta le veía la baba caérsele. Ni las putas lo querrían. ¿Te fijaste, Darla? Uno de esquina. Junto a esos dos... uno de ellos bastante interesante. ¿Lo viste, Darla?

—Estaba pendiente del piano.

—Bah, como si te hiciera falta estar pendiente de las teclas. Te las sabes de memoria. No me mientas, te fijaste.

—En él no.

Leo abre la puerta, cansado de esperar. Se topa con la cantante y la pianista. Ambas le miran sin expresión hasta que la cantante sonríe ampliamente y da una palmada con sus guantes de encaje negro.

—El señor Del Ópalo, supongo.

—De Del Ópalo. Leonardo. ¿Me han llamado ustedes?

—Todo un caballero. Sí, he sido yo. Por favor, hablemos dentro.

Leo se hace a un lado y espera con una paciencia que se le comienza a acabar.

—Ya me dirá.

—Sí, sí, por supuesto. Deje que me vaya quitando el maquillaje y me acomode.

—No puedo estar aquí toda la noche.

—En ese caso no se preocupe, Leonardo, que amanecerá pronto.

Leo contempla en silencio cómo la mujer se quita los tacones y se deshace del intrincado peinado con ayuda de Darla, la pianista. Cuando se está bajando la cremallera del vestido, se da media vuelta, dándole privacidad. Aunque no la merezca.

—Necesitamos su ayuda. Es muy simple y esperamos que acepte —explica la cantante después de avisarle que ya puede mirar—. Como sabrá por los carteles, soy la Lila Negra. Pero mi nombre real es Michaela. Ella es mi compañera de trabajo, Darla, magnífica pianista con unas manos que te hacen tocar el cielo. La habrás oído antes.

Tiene un mal presentimiento. Debería irse de allí antes de escuchar siquiera la propuesta.

—Lo que Mich quiere decirle, es que necesitamos otra voz. Concretamente una masculina.

—No. No accedo. Buenas noches.

Antes de que pueda proceder con la huida, Darla vuelve a hablar.

—Lo que queremos de usted es que nos encuentre una. Sabemos que tiene un historial de actuaciones y sin duda su voz es la idónea; pero comprendemos que no quiera volver arriba después de cierto escándalo.

Leo se queda en silencio. Su respuesta es no.

Aunque quizá...

—No encontraremos a una persona mejor. Nuestro agente es... bastante inútil en la mayoría de los aspectos.

Pero es Darla quien le convence.

—Le pagaremos bien —hace una breve pausa, como para añadirle dramatismo—. Y le deberemos un favor.

—Me lo pensaré.

—No tarde. La función es en un mes y necesitamos tiempo para ensayar.

Él asiente y, sin decir palabra, sale del camerino.

•∆•∆•∆•

Cuando vuelve a la mesa, se encuentra con que Alejandro se ha ido con otro grupo —al que está haciendo sufrir, por supuesto— y que Stefan se ha marchado a casa alegando que estaba cansado. Es decir, solo queda Joan. Este mira el escaso líquido ambarino que queda en su vaso, absorto en sus pensamientos.

—Gracias por quedarte —se sienta en su anterior silla y se pasa la mano por el pelo mientras resopla—. Necesito un trago.

—¿Quién te llamó? ¿Qué quería? ¿Te has metido en un lío por primera vez desde que te conozco?

—No. Cállate, no quiero pensar en ello.

—A lo mejor te puedo ayudar, cazurro.

Leo llama a un camarero y pide un whiskey doble.

—¿Conoces cantantes masculinos? Que no seas tú.

—Yo no canto —rueda los ojos—. Bailo, ¿entiendes la diferencia?

—Te he visto mover los labios.

—Que mueva los labios no quiere decir que salga algo de ellos. Simulo cantar porque mi voz es una mierda.

—No es mierda, tan solo es distinta. —Agradece con un gesto al camarero cuando le trae la bebida.

—Ajá, es de niño. Distinta, evidentemente, y mierda, evidentemente. ¿Necesitas un cantante? ¿Quién te lo ha pedido?

—La Lila negra.

Los rasgos de Joan se abren con sorpresa.

—¿En serio? En ese caso me presto voluntario.

—Aún no sabes ni lo que tienes que cantar. Además han dicho que mi voz es, cito textualmente, «la voz idónea» y la tuya y la mía son diferentes. Pero, como quieras, si quieres escucharlo de sus propias bocas, adelante.

—Eres sumamente cruel, Leo. Eres terrible como amigo.

—Soy sincero, no cruel. Y por eso agradeces serlo. No soy como esos que te lamen las botas para que les hagas caso cuando estás ahí bailando.

—Sí, bueno, pero un amigo también puede decir cosas bonitas.

Se lo piensa.

—... Eres útil.

—¡Eso qué tiene de bonito, pedazo de mierda!

Leo suelta una carcajada a la que se une su amigo. Y así, entre bromas y bebida, el Sol asoma por el horizonte y derrite las nubes de carbón de la ciudad.

***

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora