3. Como el diablo.

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       Tiene la respuesta a la noche siguiente; sin embargo su hermana Margarita le pide que se quede vigilando a su invitada solo por un par de horas, así que cumple con su deseo, imposibilitando que pueda comunicar su respuesta a la pareja de artistas.

La verdad es que no le gusta demasiado la invitada de su hermana, una tal Olga, pintora, a la que ha contratado para que retrate a Margarita. Y la razón es su propia hermana. Llevan décadas juntos y se conocen tanto como a sí mismos, y ella es de apegarse por caras lindas. Olga es guapa aunque de un gusto terrible con la ropa. Leo tiene miedo de ser sustituido por esa humana y porque tiene la sensación de que no va a acabar bien. Después de todo, Margarita y él son inmortales, y la pintora no más que una mosca cojonera.

•∆•∆•∆•

Va al mismo bar a la noche siguiente. Esta vez solo, aunque ha invitado a Joan. Este se excusó diciendo que tenía que actuar y que tal vez no le daría tiempo. Le hizo prometer que le presentaría a la Lila en otro momento.

Acude temprano y se sienta en la mesa de siempre. Por suerte tampoco está Alejandro. Y Stefan no ha dado señales de vida —aunque lo más probable es que se abstenga de ir a los bares o clubes por un tiempo, no vaya a ser que se encuentre con el indeseable Alejandro—. En el escenario un cuarteto toca una melodía lenta. Pide bebida, lo mismo de siempre, total, por más que beba no va a emborracharse. Y espera a que salga la pareja.

El tiempo pasa. De repente, por una puerta del lateral entra una figura que Leo conoce muy bien: camisa negra desabotonada y medio metida por unos pantalones ajustados también negros y desgastados, zapatos cuidados y elegantes y un reloj familiar en la mano derecha. El pelo castaño, rizado y corto, despeinado, causa que esboce una ligera sonrisa llena de nostalgia.

Pero el sujeto no está solo. Entra rodeado por media docena de jóvenes féminas en vestidos y faldas de escote sugerente. Alguna colgándose de sus hombros, otras tocándole quizá demasiado atrevidamente.

—¡Abran paso! —anuncia el tipo—. ¡Ha llegado el gran Lucifer!

Cruza la sala, desde la puerta cerca del escenario hasta el extremo opuesto, donde hay una salita con cómodos sillones, más privada.

Va dando cachetadas a las chicas de sus lados y susurrándoles ñoñerías mientras avanzan. La escena hace que Leo arquee una ceja.

Cuando Leo entra en el campo de visión del tal Lucifer, su faz empalidece, lo que causa gran satisfacción en Leo. Le saluda con una falsa cordialidad.

—Buenas noches, Fer.

—No son tus horas. Largo.

—Échame.

Le reta, reclinándose en su asiento, en una postura de desprecio. Lucifer —que en realidad se llama Fernando— se debate entre darle una merecida paliza o callarse como un perro amaestrado.

—Vete, Leo.

Las chicas observan con curiosidad, alternando la mirada entre ambos protagonistas. Algunas intentan sacarle los pies del suelo para llevárselo al espacio de sillones. Sin éxito.

—¿No vas a invitarme a beber contigo? Vaya, ¿dónde quedaron tus modales?

En los ojos miel de Fernando hay odio. Y anhelo, tal vez. Dolor. Melancolía. Pero predomina el odio.

—No.

—¿Seguro?

Fer resopla y continúa su camino sin decir palabra. La sonrisa de Leo se ensancha y se pone en pie para seguirle. Ha pasado mucho desde aquello y esta es una gran oportunidad que no puede desaprovechar.

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora