10. Todo al pie de la letra.

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La enorme sala abarrotada se encuentra prácticamente a oscuras. Unas pequeñas lámparas en algunas mesas iluminan débilmente cuerpos aquí y allá. En el centro, sobre una plataforma cuadrada de unos palmos de altura, se mueven sensualmente dos hombres y una mujer. Leo desvía la mirada, incómodo. El sitio está a rebosar de sujetos que han acudido pensando en su propio placer y en vaciarse los bolsillos. Menos él. Leo está ahí porque Joan lo ha citado. Por lo visto tiene información. «La importante respuesta a la pregunta que no te ha dejado dormir estos días», lo había denominado.

Esquiva los cuerpos y evita respirar el aire cargado de humo, pedos y alientos malolientes, entre otras cosas en las que no quiere pensar. Por fin llega al otro lado de la sala y se cuela por una puerta abierta. Por lo menos ahí la música, gritos, cantos y demandas obscenas se silencian un poco. Atraviesa el pasillo, gira hacia la izquierda en la esquina y entra sin llamar en la que sabe que está su subordinado.

Lo pilla a medio vestir poniéndose lo que se supone que es una camisa pero que no tapa absolutamente nada.

—¡Tío! Casi me pillas con los calzones fuera. ¿No sabes llamar a la puerta o qué?

—¿Qué es lo urgente? ¿Has descubierto a los atracadores? ¿Alguna otra información?

—Primero que nada: buenas noches, mi señor de Del Ópalo.

—Sí, sí, buenas noches. Lo que sea. Habla.

—Fua, venimos huraños, ¿eh? —Se coloca la prenda del torso y busca entre la ropa, pelucas y extravagantes atavíos los pantalones—. Sí, ha llegado a mis oídos quiénes han sido los perpetradores. Pero antes de decírtelo quiero que me prometas que no harás una locura.

El ser suspira incrédulo.

—¿Cuándo he hecho yo alguna locura?

—¿Cómo que-? ¡Y cuándo no! Pedazo de psicópata. No paras de meter la pata cuando te dejas llevar por tus sentimientos. Por si no te has enterado, corren rumores de una pintora que huyó de tu pequeña chabola. No hay detalles porque su marido silencia cualquier cosa que surge. Es un profesional en ello, quiero decir, ya sabes que es periodista y eso.

—Al grano.

—Por supuesto, su majestad. Como siempre, odias no tener la razón —advierte la mirada amenazadora de su amigo y abandona el tono jocoso para ponerse serio—. Ha sido Grisuelo. Con ningún fin en especial. O sea que quería ver...

—...mi reacción —completa.

—Sí. Sea como sea —tira una montaña de boas de plumas y abrigos de brillantes colores al suelo sin ningún reparo y saca de debajo una cajita con abalorios—, tenemos que hacer algo.

—¿Y el dinero?

—Se devolvió anónimamente una proporción. A saber por qué. O quién.

—¿Tus fuentes en esto son cien por cien fiables?

—Me ofendes con esa pregunta. Sí, lo son. Contrastada por otras, además, para que no te quejes. ¿Algo más? —se observa en el espejo, sucio y lleno de papeles escritos con una letra cursiva pésima—. Porque salgo en cinco minutos y tú no quieres quedarte a verme.

Leo se plantea pedirle que le dé cobijo para la próxima mañana y tarde, pero se fija en el brazalete y los anillos de sus dedos, y recuerda que le estaría poniendo en un compromiso.

—No. Eso sería todo —suspira—. Gracias, Joan.

Se le ilumina el rostro al oír ese agradecimiento e intenta disimularlo aclarándose la garganta.

—Nada, nada, jefe, no es nada. Solo hago mi trabajo.

—¡Efímero!, ¿qué coño haces que no estás en el escenario ya? —irrumpe en el camerino un hombre excesivamente hermoso; pero el mal carácter que desborda por todos los costados le resta el atractivo—. ¿Y quién cojones es este?

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora