13. Una vez y otra más.

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El viento acaricia sus mejillas y las torna rosas. Su hermana tira de él hacia el pequeño estanque, asidos de la mano. Las risas de ambos fluyen por entre los árboles, acompañadas del trino de los pájaros, de las ensordecedoras cigarras y el croar de alguna rana. Les persigue una voz enfadada que les ordena que no corran, que se estén quietos y que vuelvan para dentro de la casa. Pero ellos son meros niños que huyen de sus criminales clases de lengua y literatura.

—¡Vamos, Leo, que nos pilla!

—No puedo más, Tari —resuella.

—Pues vas a tener que poder porque si no ¡te espera una clase con doña Alboreseselmejorpoetadelahistoria!

Pasan corriendo por la orilla del estanque, salpicando el césped y mojando su vestido y pantalones de barro y agua. Margarita guía a su hermano hasta ocultarse entre unos pequeños matorrales. Apretados, cansados y con la adrenalina por las nubes, ven cómo la profesora llega a la zona y los busca exasperada.

—Que me lleve el diablo. Estos condenados niños van a acabar conmigo.

Va a alzar la voz, cuando una masculina la sorprende por la espalda.

—Muy buenos días.

—¿Quién es usted? ¡Esto es una propiedad privada! Identifíquese de inmediato.

Una pérfida sonrisa que avergonzaría al más desvergonzado. Alza una rudimentaria pistola y dispara.


El sudor y la sangre pegan mechones de su cabello a la frente. Su hermana le roza con los dedos los suyos, maniatados. Unas risas extrañas impregnan la sala oscura y pequeña, que hasta hace unas horas ejercía de almacén de ropa con olor a rosas, en la que se encuentran medio moribundos ambos jóvenes. Les resuena en sus mentes una voz rasposa que les advierte del destino que sufrirán si intentan algo. Pero ellos son unos simples jóvenes asustados que habían ido a ver una obra de teatro.

—Vamos, Leo, tira.

—No puedo más, Tari. Me estoy haciendo sangre en las muñecas —resopla con un quejido.

—Pues yo tampoco y nos estamos quedando sin tiempo.

Se levantan del suelo con torpeza, apoyándose el uno con la otra. Tienen las piernas entumecidas, al igual que el trasero. En el cuarto quedan unas cuantas cajas. Con la vista acostumbrada a la oscuridad, buscan en su contenido algo que les pueda servir para cortar sus ataduras.

—Que me lleve el diablo. Si no encontramos nada, vamos a morir aquí.

Va a continuar con otra caja cuando una voz los sorprende.

—Muy buenas tardes, mis dulces niños.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de nosotros? ¡Déjenos ir de inmediato!

Una siniestra sonrisa que espanta al más valiente terror. Se acerca a ellos, alza las manos y los noquea.


—¿Qué mierda estás haciendo? Ella no es nuestro objetivo. ¿Es que eres imbécil? ¿Acaso te parecía una de ellos?

Las facciones del asesino no muestran arrepentimiento alguno; pero tampoco defiende su postura. Ambos hombres vuelven por donde han venido.

—¿T-tari?

—Shhh. Puede que haya más cerca.

—Pero van a casa. Mamá y papá... ¡Y la señorita Flores!

—Guarda silencio, Leo. O nos descubrirán.

—Tengo frío.

—Ven.

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora