6. Conclusiones precipitadas.

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    La viva melodía hace mover sus cuerpos. Ella le mira con sus intensos ojos dorados unos milímetros más abajo. Sus labios muestran una sonrisa sincera y de ellos escapa una risa que le estremece el corazón. Miles de pensamientos incoherentes le pasan por la cabeza mientras la ve mover rítmicamente el cuerpo de un lado para otro a su alrededor. Se sorprende descubrir que él mismo se mece al son de la melodía de las punteadas a los violines y de la voz que canta con ganas.

Ella le pregunta, entre jadeo y jadeo, si es o no el mejor lugar de toda la ciudad.

Él no puede responder.

Pero no porque no sepa, sino porque no tiene boca para hacerlo. Quiere gritar —no por terror, sino por acto reflejo—, hacérselo saber aunque ella misma puede ver su carencia; pero nada puede salir de él. Se palpa la zona donde deberían estar sus labios y solo encuentra carne. El fondo se difumina. No se distinguen las mesas, los otros comensales. No hay finos adornos, ni cortinas, ni alcohol. Espesos chorretones de sustancia negra se deslizan del techo al suelo. Un suelo cubierto de esa especie de alquitrán.

Mientras todo lo que ve, todo lo que siente, se deshace ante sus ojos, la figura iluminada de Darla refulge en el centro de su campo de visión. Ha dejado de bailar, pero le mira con la misma intensidad. Una sonrisa peligrosa de la que asoman dos característicos colmillos que Leo conoce de sobra. Los iris de ella se confunden con sus escleróticas. Una mirada blanca de destellos dorados se topa con la suya azul pálido, plateada, y su sonrisa se ensancha. Del techo le cae la cosa negra sobre el pelo, los hombros, la blusa verde, la falda oscura; pero ella no parece darse cuenta, quizá porque la cara se mantiene intacta.

Se aproxima con lentitud, porque sabe que tiene todo el tiempo del mundo. Y le pasa con una caricia las yemas de los dedos por la barbilla afeitada mientras la otra la sitúa por detrás y se posa en su nuca. Lo atrae hacia sí con un tirón suave.

Le vuelve a hacer la misma pregunta. Esta vez en un susurro. Esta vez a unos centímetros de sus labios. Porque han vuelto; siempre estuvieron ahí.

Quiere besarla, se da cuenta. Ahora que puede. Antes de que sea demasiado tarde. ¿Tarde para qué?

Finalmente le responde. Le susurra, también, que conoce un sitio aún mejor.

—Llévame —suplica.

Así que la rodea con sus brazos. Las dos manos en la cintura, atrayéndola hacia sí.

Pero no hay beso.

No hay beso porque se despierta en su cama, sin sustancia negra, sin ningún miembro desaparecido y, lo que es más importante, lo que quizá es lo que más le duele, sin ella.


•∆•∆•∆•

Joan y Leo están tomándose un café acompañado de las galletitas favoritas del primero, enfrente del local donde la Lila actúa casi cada noche.

—¿Me estás diciendo en serio que han robado el banco?

—Eso mismo, Leo. Solo algunos de tus bienes.

—Ya, de acuerdo. No me digas más. ¿Se sabe quién ha sido?

Joan se encoge de hombros, dando a entender que no.

—Entonces qué, ¿aceptaste el encargo? —cambia de tema después de un instante que aprovecha para darle una calada a su cigarro.

—No tuve más remedio.

—Ya, seguro que no. Seguro que la Lila fue muy persuasiva.

—No fue ella, precisamente.

—¿Qué? ¿La pianista? —exclama con asombro para luego esbozar una sonrisa pícara—. Ya era hora, eh, Leonardo.

—¿Hora de qué? No pienses cosas que no son.

Ignorando sus últimos sueños, por supuesto.

—¿Seguro? Me apuesto lo que sea a que a ella le atraes.

—Joan, déjalo.

—A sus órdenes, jefe.

Leo hace el esfuerzo de, por una vez en su existencia, ser amable con un amigo voluntariamente.

—¿Cómo te va? ¿Ha intentado Alejandro sonsacarte alguna información más?

—Qué va. Por suerte está a su bola, como siempre. Aunque es cierto que está bastante interesado con eso que dijo Stefan sobre la hija del alcalde. —No hace falta que Leo diga palabra alguna para que continúe—. No me atrevo a sacar conclusiones precipitadas, pero igual ella le atrae.

—Por el amor a lo que sea. Esperemos que no. Quién sabe lo que pasaría si Alejandro consigue más poder e influencias de las que se merece.

—No me incites a tener más pesadillas de las necesarias, imbécil. —Leo se encoge de hombros y mira con asco el cigarro consumido que tira su amigo Joan al suelo—. ¿Vamos a hacer algo al respecto?

—No. ¿Acaso quieres? ¿Para qué? Que yo sepa, esa joven no te concierne. A menos que tus intereses hayan cambiado.

—Me preocupa Stefan. No me mires así, es mi amigo aunque a ti te dé igual su vida. Por primera vez en mucho tiempo noto su felicidad y no quiero que ese chupapollas de Alejandro se la arrebate.

—En cuanto se dé cuenta de cómo es, lo dejará por Stefan. Estoy convencido.

—¿Qué va a elegir ella? El que importa es su padre. Entre un negro o un empresario, me pregunto por quién se decantará.

—Utiliza el sarcasmo con otra persona, Joan.

—Tendré la oreja puesta en este asunto. Y, otra cosa, ¿necesitas algún otro...?

—No. Parece que esta va a ser la definitiva. Debiste habérmela recomendado antes.

—Se hace lo que se puede, oye. ¿Entonces vivirá? Sería una lástima si se perdiera su talento.

—Todo depende de mi hermana. Quiere verse como la ven, pero cuando se ve como la ven, no le gusta.

—¿Y con la señora Alonso...?

—No me da buena sensación. Va a acabar como los otros. Lo sé, lo sabes y mi hermana también, aunque le disguste la idea.

—Dios, Leo, cómo eres.

—Hay exceso de pintores en el mundo. Por una treintena menos no vamos a quedarnos sin cuadros.

—Sí, sí, lo que tú digas. Así que todo bien, entonces.

—Menos lo del banco.

—Menos lo del banco. Pues... Joel... —comienza a decir Joan, pero se interrumpe.

—Joel qué, no me dejes a media información.

—¿No es esa la Lila?

Leo sigue la mirada de su amigo hasta dar con la susodicha. Michaela aparece de un callejón y se despide de —la reconoce estremeciéndose— Darla con un casto beso en los labios.

—Es.

—Huy, y la otra es la pianista.

—Darla.

—Darla —se corrige burlón.

La cantante los ve y les saluda con un gesto de mano. Se pierde calle abajo, quién sabe dónde. Por su parte, Darla se queda estática en el callejón, mirándoles sin reparo.

—Te está mirando, Leo.

Lo sabe, y por eso mira de vuelta durante unos momentos. Luego se acaba el café y se quita unas migas que quedan en la manga de su gabardina gris.

—Tengo asuntos que arreglar. Nos vemos.

—¡Eh, que te toca pagar!

Pero Leo ya se ha ido.

Y Darla también.

***

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora