4. Momentos vacíos.

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       «El misterio de los pintores desaparecidos», rezan los titulares de los periódicos. «Artistas entran en pánico», venden otros. «El precio de los alimentos sigue subiendo», informa otro, reacio a creer semejantes coincidencias. En este último trabaja el marido de su invitada.

Leo, mientras piensa en ello, supervisa el trabajo de dos de sus chicos. Es entrada la noche y todavía está el último de ellos en la caseta. El olor a podredumbre inunda la pequeña infraestructura de madera. Un rastro seco de sangre queda en el suelo. Tendría que haber hecho aquel trabajo hace semanas, pero entre que le dio pereza después de los tantos anteriores, y que luego llegó la pintora y Camille —una de las chicas favoritas de su hermana— le estuvo enseñando Del Ópalo... No había encontrado el momento.

Y eso que su vida está llena de momentos vacíos.

El chico y la chica acaban metiendo el cuerpo en unos sacos de tela diseñados con unas hebras que mantienen el olor en el interior y, a cambio, emiten aroma a tierra y plantas, a bosque. Leo los sigue en silencio unos pasos por detrás. Se adentran entre los árboles. Los animales callan a su paso y vuelven a vivir cuando los dejan atrás. Los pasos no hacen ruido, solo son los palillos y las hojas al romperse por el peso de los sacos que arrastran. Habría peligro de que se rompieran si no fuera porque son nuevos y esa ruta está más que aplanada. Aún así Leo vigila que no quede rastro.

No van muy lejos. La zona del rededor de Del Ópalo no es muy visitada. El instinto humano les alerta del peligro, así que no suelen acercarse. A menos no motu proprio.

Cavan en poco tiempo un agujero lo suficiente grande y profundo para meter el cadáver. Echan las bolsas y vuelven a rellenarlo con la tierra. La naturaleza cubrirá con el tiempo la tumba. Además, el cuerpo servirá de abono.

Todos salen ganando.

Cuando acaban, da unos golpecitos afectuosos en los hombros de sus chicos. Estos bajan la cabeza, felices y sumisos.

Se topa con Margarita nada más entrar al jardín. Está hermosa, como siempre. Últimamente se está poniendo los vestidos de su madre. En esta ocasión lleva uno verde pradera y azul cielo sin nubes. El pelo oscuro y largo suelto por la espalda, impidiendo que caiga sobre la cara por medio de unas horquillas doradas y finas.

—¡Leoooooo! —le llama con un tono infantil.

—Hermana.

—¿Dónde estabas?

—Tenía algo pendiente que hacer.

—Bien. Vale. Bueno, no me lo digas. Quería pedirte un favor.

—Cuál.

—El mismo que la otra vez. Verás–

—No. Tú querías esto y esto tienes. No quiero saber más de la humana.

—Pero, Leo... —Incluso triste su rostro no pierde su energía y su alegría. Si es que eso tiene sentido.

—No. Y no me molestes en lo que queda de día.

Sus dos chicos desaparecen de su vista en cuanto entran en casa. Él va hacia su habitación. Antaño compartía un saloncito común con su hermana, pero, desde la muerte de ambos progenitores, se movió a la más alejada y grande que hubiera. No se arrepiente en lo absoluto.

Su habitación, como el resto de la mansión, es ostentosa. Pero es más oscura y brillante que la palidez acogedora de su hermana o de sus padres. La sala la decoró él a su gusto, eligiendo personalmente el mobiliario, su distribución, las luces, telas, pintura de la pared y hasta el suelo. Lo único que no cambió fue la puerta secreta que comunica con otras estancias mediante pasillos ocultos.

Se dirige a una de sus tantas estanterías, donde acumula miles de libros. Toma uno de un estante que pensaba que nunca volvería a utilizar.

Se sienta en un mullido sillón que ronronea bajo su peso. Abre el libro por la primera primera página y las va pasando con cuidado. Y cariño. Como si el papel se fuera a romper.

Lee.

Y mientras lee le huyen los sonidos por la boca. Cumple con los ejercicios que se indican paso a paso, como si no los hubiera leído ya más de un millón de veces. Y cuando llega la primera canción, canta.

Suave, tímido, acaricia con temor la caja de los recuerdos. Los buenos y los malos. La cerradura cae y vuelan libres. Las palabras fluyen y forman versos, estrofas. Una canción que besa sus labios y le traslada a cuando su padre le enseñaba cánticos, el arte de la música hablada. A las tardes bajo los árboles, su hermana con la guitarra y su madre tendida a su lado, dándole indicaciones. Los pájaros en los árboles, piando, el Sol en lo alto, aún cuando no le hacía daño. El frescor de la hierba, del aire, de los chapuzones en el estanque y en el río ya en el profundo bosque.

Pero las tardes con su familia llevan a cuando se convirtió en el ser que es. El dolor y la agonía que le producía —y produce— la soledad y la ausencia. Al aroma de las flores. A las cosquillas que la muerte le hizo sentir por todo el cuerpo.

Y después de aquello, revive la desolación, los años de devastación que siguieron a la muerte de sus padres.

Es entonces cuando deja de cantar. Porque la tristeza es algo que no soporta. Y porque sabe que lo que viene después, el desastre de aquel número, acabará con su escaso buen humor por lo que queda de mes.

Así que cierra el libro y se queda quieto pensando en qué es lo que le ha llevado a acceder a volver a cantar.

A volver a subir a un maldito escenario.

***

Una canción para LeonardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora