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Nunca podrá expresar lo suficiente lo mucho que odia su trabajo. En realidad, no es odio como tal, él puede desempeñarlo casi a la perfección. Es solo esa ansiedad que se forma, como una bola de nieve en su estómago, provocada por cada vez que tiene que hablar.

Y lo está evitando todo lo que puede, eso lo puede asegurar: deja siempre algún menú con todos los precios de los cafés y los desayunos frente a su puesto, para que los clientes solo tengan que encontrar lo que buscan y pedirlo. Él lo hace, lo trae, cobra con un ticket y cuando se marchan, son más clientes satisfechos.

El problema es que la gente hace preguntas estúpidas: ¿me van a dar azúcar con el café? ¿Qué me recomienda del menú? ¿Cómo es un pa amb tomàquet? Pues joder, si él no es catalán y lo sabe a la perfección, está seguro de que no es tan difícil.

Y a veces puede asentir o señalar algo, pero en otras se ve obligado a hacer malabares para pronunciar el menor número de palabras posibles. Pero claro, habla de todas maneras, lo que implica lástima en todas y cada una de las miradas, gestos de entendimiento e incluso algún momento condescendiente por el que casi mata a alguien.

No soporta la pena ajena, no cuando solo es otra forma de intentar sentirse mal por algo que no les pertenece. Ya se siente él fatal por estar así, por haber provocado indirectamente esa mierda. No necesita la lástima de nadie, menos de gente que no sabe lo que es vivir así.

Aunque, si le saca algo bueno, al menos todavía nadie se ha burlado. Eso sí que sería demasiado para su autoestima ya destrozada.

Vuelve a casa después de su segundo día, con el pensamiento de empezar a programar trabajos que tiene que presentar para el máster. No quiere tomárselo todo tan de relax y luego llevarse un susto, que es su segunda matrícula por todo lo que pasó cuando estaba a mitad de curso.

Ya en el ascensor, va tan metido en sus pensamientos que no se da cuenta que su vecino el de su edad que es rubio, con una bolsa del Mercadona en la mano y el móvil en la otra, le hace gestos para que no deje que la puerta se cierre. Deja la pierna en medio hasta que el joven efectivamente entra, con una sonrisa de agradecimiento.

Raoul intenta ignorar la forma en que su corazón ha respondido a verlo de cerca, más sabiendo que van a compartir ascensor, y consigue prestar atención a la conversación que está manteniendo.

—Sí, sí, la escucho, pues muchísimas gracias... —Agoney se queda mirando sus reflejos con un gesto aburrido, una vez el ascensor se ha puesto en marcha—. No, usted llámeme cuando quiera que recoja a las gemelas, y mil gracias, se me estaba haciendo imposible ir a por ellas esta mañana...

Hace una pausa, le pide disculpas por la petición, y cuelga, quedándose en silencio. Es incapaz de aguantar tres segundos con él a solas y sin llenarlo todo de conversaciones, así que habla:

—Va a tardar diez minutos en llamarme para que las busque, esa mujer no sabe que se ha quedado con dos delincuentes.

El canario suelta una carcajada, imposible de reprimir. Se pasa una mano por la boca para ocultarlo, aunque sea inútil a estas alturas. Le sigue picando la lengua por no sentirse cómodo. No quiere pensar lo peor, por supuesto, pero en la cafetería le han demostrado cómo reaccionan todos al escucharlo hablar, así que prefiere no causar lástima en gente que va a ver cada día. Por lo poco que ha visto, le cae bastante bien, no quiere estropearlo.

» Buen día —se despide el rubio, algo resignado, cuando las puertas se abren, y se dirige en sentido contrario al suyo del edificio.

Agoney aprieta los labios y se queda observando cómo desaparece a la derecha del edificio.

—T-ten un buen d-día t-tú también —susurra cuando ya es imposible que lo oiga.

Le dan ganas de gritar de frustración, pero hasta eso le saldría con tartamudeo.

El chico de la ventanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora