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Podría decir que empezó la mañana abriendo los ojos y desperezándose con ternura. Pero, para empezar, sería mentir. No cree que haya cerrado los ojos en toda la noche. De hecho, cuando pestañea le duelen levemente.

Suspira. El techo de su habitación es blanco, sin ninguna grieta que haya sido interesante durante la noche. Pero es perfecto, pues su mente no ha dejado de reproducir, como si se tratara de un proyector, el beso que presenció la noche anterior.

¿Sería el primero que compartían? ¿Habían tenido otras oportunidades de besarse después de haberles quitado la ocasión la semana pasada? Pero se le pueden ocurrir peores preguntas: ¿Habrán pasado la noche comiéndose la boca? ¿Habrán dado otro paso más sexual? ¿Por qué tenía que presenciarlo él?

Porque es un desgraciado. Sí, para eso sí tiene respuesta. Mueve los dedos de los pies, consciente de que debería trabajar en cosas de su máster. Pero no quiere. Eso significaría levantarse, significaría mirar por la ventana. Es sábado, Raoul podría estar perfectamente aún en su habitación, durmiendo o cualquier cosa.

Él no está preparado para enfrentarlo, necesita ensayar unas mil veces su mejor sonrisa y su frase de «estoy muy contento por ti». También podría hacer voto de silencio durante un rato, pero cree que su vecino no lo merece. Él merece ser feliz después de tantos años delante y detrás de sus hermanos, sin pensar en sí mismo.

Es esa línea de pensamiento la que consigue darle las fuerzas necesarias para sentarse en su cama. Se toma un segundo para sí mismo, cerrando los ojos y suspirando. Se rasca la cabeza mientras posa sus pies en el suelo de madera. Los arrastra hasta las zapatillas. Ese momento de abstracción le hace darse cuenta de que su armario sigue a medio montar y que, después de más de un mes viviendo allí, resulta ridículo no haber hecho nada al respecto.

Quizás sería una buena distracción aprender a montar un mueble.

Se da cuenta de que ha sido un error quedarse mirando el armario cuando escucha una voz tras él.

—¡Ago! —Apenas se estremece—. Al fin estás despierto. Siento que llevo media vida esperándote.

Mordiéndose el interior de la mejilla, se esfuerza por sonreír y da la vuelta para enfrentar esos ojos ilusionados. Lo puede ver hasta desde la otra punta de su habitación.

Se obliga a sí mismo a caminar y apoyarse en el escritorio. Suspira de alivio al descubrir a mano la pizarra. Le viene genial tener un canalizador para no cagarla irremediablemente.

«Buenos días, Ra. ¿Qué tal todo?».

Empieza lo más conciliador que puede, pero sabe que está perdiendo la batalla al autocontrol cuando la sonrisa del rubio se amplía, antes de abrir la boca y comenzar su verborrea habitual:

—Anoche salí con mis amigas y con César —revela, como si el chico no lo supiera—. Estuvo bastante bien.

«¿En serio? ¿Te lo pasaste bien?».

—Bastante, sí. —Se muerde el labio superior por un segundo, antes de soltar una risita. Una risita de enamorado. Le revuelve el estómago—. Te tengo que contar algo, porque tengo mucho en la cabeza y necesito sacarlo a mi manera.

«Ahí va», se prepara para el golpe.

» Anoche... —parece estar inclinándose hacia él por segundos— César me besó. Muchas veces.

Alza una ceja, único gesto que puede permitirse sin hacerse daño. Se centra en la libreta, donde escribe con demasiada fuerza, casi rabioso. Raoul no lo notará, con la ilusión que debe llevar en el cuerpo.

«¿En serio? Me alegro mucho, espero que fuera un beso a la altura».

Le entra la risa tonta, con las mejillas sonrojadas que confunde con enamoramiento.

El chico de la ventanaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ