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|03|Enfermo

No se sentía bien. Los sentimientos tan confusos se mezclaban con su dolor, se sentía cada vez más débil, pero lograba cubrirlo; pensando que era algo pasajero. Una sonrisa calmada –pero aun así se notaba apagada– apareció en su rostro al ver a su madre salir de la cocina con dos vasos de limonada helada que junto con la refrescante briza de aquel medio día lo hacía perfecto. Madre e hijo tenían esa costumbre de colocarse bajo la sombra del viejo árbol de olivo para pintar. Era una manera en la que mantenía distraído a Alberto y no se sintiera tan agobiado de estar encerrado todo el tiempo. Acompañados por la melodía movida de tintarella di luna que se reproducía en el teléfono de la mujer.

Su madre le correspondió a su sonrisa, aun sabiendo que era forzada. Dejó ambas bebidas en la mesa en medio de los dos caballetes. Para volver cada uno a su bastidor y pintar tranquilamente. La pelirroja notaba la mueca de Alberto cada vez que escuchaba a los niños gritar al costado del muro de la casa, emocionados por la carrera de esa tarde. Ella suspiro y dejo su pincel sobre la mesa para mirarlo preocupada.

–Cariño, ¿sucede algo? –su tono siempre era dulce y cálido.

Derrotado dejo su pincel junto al de ella y le dedico una mirada angustia.

–Mamá, ¿tú qué sabes de los monstruos marinos? –preguntó desviando la mirada y rascando incomodo su brazo.

La pregunta de sorprendió como también le preocupó más.

–¿A qué viene la pregunta?

–No lo sé...–mintió desviando la mirada y pateando una de las diminutas rocas del patio. Frustrado la miro de reojo– tengo tantas dudas de mí. No soy un humano, pero tampoco me siento como un monstruo. No sé quién soy realmente.

Ella mordió su labio superior antes de dejar salir un suspiro, se acercó a él. Lo tomo de las mejillas, obligándola a que la viera. Una gran diferencia de altura se resaltaba en ambos, pero eso no impidió a su madre sonreírle y ver aquellos ojos tan brillantes e inhumanos.

–Eres Alberto Marcovaldo, MI HIJO, no importa si eres un monstruo o un humano, siempre serás mi hijo como el de tu padre –hizo que él se agachar un poco para poder besar su frente haciendo que una risa apenada apareciera en los labios del menor–. Cariño, en verdad quisiéramos responder todas tus dudas –acarició su mejilla y volvió a soltar un suspiro decaído–, pero realmente no hay nada que sepamos de tu especie, mas allá de lo anticuado de los libros o las leyendas y rumores de internet que resultan ser falsas. Todo lo que sabemos, lo aprendimos al criarte. Si hubiera una manera de saber más de tu especie, créeme que daría todo lo que fuera para saberlo y ayudarte.

Él se quedó callado, sintiendo una opresión en su pecho al pensar que tenía unos grandes padres. Le sonrió de la manera más sincera posible y la abrazó con fuerza. Ella gustosa correspondió con el mismo cariño consolando aquel joven como si volviera a ser ese pequeño bebé que trajo su esposo en aquella tormenta. Alberto sentía confiado en decirle a su madre sobre aquellos biólogos, que podrían ayudarlo, pero se detuvo al escuchar unos leves golpeteos en la puerta del patio junto con aquel aroma inconfundible de la chica que lo tenía loco; ella poseía siempre un dulce aroma a flores de amapolas. Suavemente se separó de su madre para voltear a ver a su enamorada. Lia Bruno estaba allí con una hermosa y acogedora sonrisa. Con un hermoso vestido de varias tonalidades de morado –ella sabía que era su color preferido–, su largo y lacio cabello castaño-rubio que hacían justicia con aquellos ojos color ámbar y su piel blanca. Ella sostenía una canasta en manos.

Ciao, Alberto –saludó con aquella voz dulce y encantadora que lo enamoraba siempre.

–¿Lia? ¿Qué haces aquí?

UNCOVER || LubertoWhere stories live. Discover now