7. Crepúsculo rojo

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Muchos piensan que las maldiciones son los hechizos más poderosos que existen. Sin embargo, los que son verdaderamente inquebrantables son los que se establecen por mutuo acuerdo. Los hechizos de contratos pueden doblegar hasta al hechicero más formidable. Y, para desgracia del marqués, el día del cobro llegó.

Lo que el hada pidió a cambio fue un día entero en el que él no pudiera utilizar su magia. Tanto Zapán como el marqués lo supieron ese mismo día. Los seres sobrenaturales en las inmediaciones del bosque alrededor del castillo lo notaron de inmediato. De repente la barrera purificadora del hechicero de Carabás se había desvanecido, permitiendo la entrada a toda clase de criaturas con protervas intenciones.

Ese mismo día, Pantagruel irrumpió en el castillo. Zapán protegió al marqués de los embates del ogro colosal, que por momentos crecía más hasta llegar a la altura de los techos. Y tras una confrontación que pareció no terminar nunca, el ogro devoró a su amo en frente de él.

Usando su propia magia, Pantagruel les hizo olvidar a los habitantes del castillo lo que había ocurrido. Y se encogió lo suficiente para asumir un disfraz mediocre. El ogro no se esforzaba mucho porque solo bastaba engañar a los sirvientes adecuados, como la señora Babril. Y así fue como se adueñó del castillo de Carabás.

—Pantagruel solo se queda porque es un glotón y le gustan los banquetes —agregó Zapán—. Pero también porque quiere robar a Crepúsculo rojo.

—¿El... báculo del marqués? —inquirió Firomena, aun asimilando toda aquella historia.

Zapán asintió. Habían subido aquellas interminables escaleras hasta llegar a la última habitación de la torre. Y se detuvieron en frente de una puerta oscura, cubierta de telarañas.

—Lo escondí aquí porque mi amo así lo quiso, pero el báculo no es uno cualquiera —prosiguió Zapán—. Crepúsculo rojo se ha protegido a sí mismo, a mí no me afecta su barrera porque soy... fui familiar del marqués. Pero aparte de mí, nadie más puede acercarse a él, ni siquiera Pantagruel.

Entonces, apoyó sus patas sobre la puerta, la cual chirrió dolorosamente al abrirse.

—Nadie salvo su siguiente portador —finalizó.

En un primer vistazo, Firomena tuvo la impresión que en aquel oscuro recinto flotaba un pequeño sol rojo, iluminando sus alrededores. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a esa luminiscencia, pudo distinguir una especie de estudio. Libros, cuadernos, frascos con hierbas, mapas de constelaciones y demás artículos indistinguibles cubiertos por una tenue penumbra, y en el centro levitaba un objeto. Un cayado rústico en cuyo extremo la madera se dividía en pequeñas ramificaciones, como una mano sinuosa que sostenía una bola de cristal rojo. O era tal vez, un rubí esférico brillante.

Se quedó brevemente absorta y maravillada contemplando el báculo, pero de pronto pudo procesar y comprender las palabras de Zapán.

—Espera... ¿Yo? —barbotó—. ¿Siguiente portador? Pero... ¡Yo no sé nada de magia!

Zapán parpadeó, sus pupilas alargadas se dilataron en una gatuna sorpresa.

—¿Nada? —preguntó.

—¡Nada!

—Pero... —murmuró perplejo, como si hablara para sí—. Pero atravesaste la barrera.

—¡Ni me había dado cuenta que había una!

La cola peluda del gato ondeó como una víbora, pero su semblante regresó a su neutralidad normal. Era evidente que acababan de cambiarle los esquemas. Meditó en silencio y luego de unos instantes dijo con simpleza:

—Oh, entonces mejor olvidémoslo.

—¿Ah?

—Definitivamente debes tener aptitudes para la magia, sino no habrías podido entrar...

—¿De verdad? —interrumpió Firomena, emocionada por la afirmación.

—Y es claro que el báculo te quiere como portadora. Es tuyo, si lo aceptas...

—¿De verdad? —volvió a interrumpir.

—Pero no tienes ninguna instrucción mágica —prosiguió el gato desarrollando su razonamiento—. Pantagruel te comerá viva. Mejor no lo aceptes. Dentro de unos años más, el báculo volverá a elegir a otra persona.

Firomena se quedó consternada, y sintió lo mismo que siente un goloso al que le ponen en frente una torta y le dicen que es suya, pero que no debería comérsela. ¿Cuál era el caso de mostrarle entonces la torta? ¿Cuál era el caso de descubrir que podía usar magia pero que mejor no lo hiciera? Sobre todo a ella, que sentía una inevitable fascinación por todo lo que le sugiriera una aventura.

—Pero... pero puedo aprender —repuso ella al momento, y dirigió su vista a la piedra roja y circular del báculo, cuyo resplandor, ahora que lo notaba, parecía latir tenuemente—. El marqués aprendió, ¿no dijiste que estudió para ser hechicero? Yo también puedo estudiar. Además... si el báculo sigue aquí, Pantagruel seguirá haciéndose pasar por el marqués. Todos en el castillo seguirán engañados, trabajando para un impostor.

Mientras hablaba, sin darse cuenta se aproximó lentamente al báculo, como quien se acerca con cuidado a un precipicio. El gato solo la observó, sin detenerla.

—Firomena, si tocas a Crepúsculo rojo, lo estarás aceptando —le advirtió, su voz de nuevo seria—. El mundo de los hechiceros y brujos no es sencillo. Es cruel y sangriento. Una vez que entres a ese mundo, no hay camino de retorno.

Firomena escuchó lo último, pero fue como si hubiese escuchado ruido blanco.

Ella poseía esta combinación de ingenuidad y buenas intenciones que la hacía agradar a muchos, pero fueron esas mismas características las que le hicieron cometer el peor error de su vida. El azar había querido que Crepúsculo rojo la eligiera, pero ella lo eligió también, como nosotros mismos muchas veces elegimos nuestras desgracias.

Por supuesto que tocó el báculo. Y de esta manera inició una travesía que le costaría cien años de su vida.


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Caperucita con botas y el gato rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora