8. Advertencias

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Firomena imaginó que el resplandor se expandiría y habría una explosión de colores o algo así que apoteósico. Sin embargo, en el momento en que su mano palpó la madera, el báculo cayó con la suavidad de una pluma y la esfera de cristal rojo dejó de resplandecer, como quien apaga una vela sin mucha gracia. Y, por algún motivo, tuvo la sensación de que una burbuja acababa de reventarse.

Se quedó contemplando a Crepúsculo rojo, que le producía un leve cosquilleo en sus palmas, esperando que hiciera algo más. Pero la esfera se había tornado de un granate oscuro y no volvió a brillar.

Solo regresó a la realidad cuando sintió que Zapán la empujaba con apremio hacia la puerta.

—Debes marcharte ahora —le indicó, su atención no estaba en ella, sino que miraba algún lugar indefinido, sus orejas puntiagudas notablemente erguidas.

—Pero...

—Pantagruel está despertando —advirtió—. Se va a dar cuenta que la barrera ya no está y vendrá por ti.

—¡¿Qué?! —Firomena casi trastabilló entre los escalones y empezó a descender saltando de tres en tres a toda carrera—. Pero... ¿qué debo...?

—¡Rápido! —insistió él, de pronto ya en el primer peldaño, Firomena ni se había dado cuenta en qué momento había llegado ahí—. ¡Está viniendo! Toma la llave y ve donde los demás sirvientes. Él los menosprecia, así que nunca se le ocurrirá buscarte ahí. Esconde bien a Crepúsculo rojo, no intentes hacer magia aún con él.

—¡Eso sí puedo hacerlo! —dijo Firomena, que no tenía ni la más peregrina idea de la magia, mientras zigzagueaba entre las estanterías persiguiendo la enhiesta cola erizada de Zapán—. Pero, ¿qué harás tú?

—Voy a distraerlo.

—¿Estarás bien?

—Él nunca ha podido atraparme —dijo, bastante seguro—. Yo te busco cuando Pantagruel se calme.

—¿Vas a ayudarme?

—Claro que sí —dijo con firme certitud—. Es lo que mi amo hubiera querido.

A Firomena le encantó la honorabilidad de su nuevo amigo, pero antes de que pudiera agradecerle un estruendo reverberó en toda la biblioteca, como si un rayo hubiera caído en la torre. Siguió el ruido de escombros cayendo y piedras crujiendo, ante los pesados pasos lejanos de un invasor.

—¡¿Dónde está?! —atronó una gruesa y ronca voz gutural—. ¡Maldito gato! ¡¿DÓNDE ESTÁ?!

Pero Firomena ya había alcanzado la otra puerta y antes de cruzarla vio cómo Zapán de un par de ágiles saltos trepaba las estanterías hasta perderse en las alturas, como una mancha roja. Desde afuera de la torre e incluso una vez que emergió del jardín interno, Firomena pudo escuchar los gritos ininteligibles y coléricos del ogro, así como el eco de un retumbar destructivo. Como si dentro de la biblioteca un bebé gigante estuviera desatando un berrinche colosal.

Los sirvientes del castillo estaban conmocionados por la barahúnda misteriosa que había estallado en la vetada torre oeste. Y ninguno reparó en Firomena, escurriéndose a las habitaciones de la servidumbre con un báculo a espaldas.

Dentro de la seguridad de su alcoba, se preguntó si es que Zapán realmente estaría bien. Aun desde esa distancia podía escuchar el resonar de los golpes y destrozos del ogro en la torre. Pero al cabo de unos minutos, estos cesaron. Los sirvientes, perplejos, no sabían si entrar a la torre para indagar o disponerse a preparar la cena, pues se acercaba la hora.

No fue sino hasta la noche que Firomena escuchó que una temerosa comitiva había entrado a inspeccionar la torre, no sin tener antes la garantía de la señora Babril de que no serían despedidos. Encontraron el umbral de la torre destruido, como si una bola de piedra gigante hubiese impactado en ella. Hojas sueltas, libros destrozados y estanterías derruidas. Nadie pudo explicar lo acontecido y murmuraron sobre espíritus malignos tal vez invocados por el marqués o algo así de tenebroso.

Lo verdaderamente curioso fue que, al día siguiente, estas hipótesis habían cambiado de forma consensual.

—La torre ya era muy vieja y colapsó —se dijeron los sirvientes—. ¡Qué terrible! Ahora el marqués quiere que limpiemos ese desastre.

Nadie parecía recordar el escándalo que había ocurrido ayer. Firomena no comprendía lo que ocurría, pero estaba segura que debía ser obra de Pantagruel. Sin embargo, lo que la sorprendió de verdad fue que, lo que fuera que había hecho el ogro, no había afectado a todos.

—Ah, claro que recuerdo lo de ayer —dijo con afable simpleza la abuela—. A veces es mejor seguir la corriente, tal vez ha sido un hechizo del marqués.

La abuela nunca se hacía problemas con lo que no podía resolver y simplemente seguía adelante. Para Firomena, que ya había hecho un esfuerzo y concesión enorme al ocultarle que había entrado a la torre oeste, agregarle este secreto era demasiado caudal para su río. Esa tarde terminó desbordándose y contándoselo todo. La abuela la escuchó con la animada paciencia, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—Firo —le dijo, pues era ese el mote con el que se refería a ella con cariño—, ¿es esto lo que quieres ser? ¿Una hechicera?

—¡Creo que sí!

—Ya veo —dijo la abuela—, pero debes saber que el camino de la magia es un camino de espinas. Siempre tiene un precio, y es difícil tener poder y mantenerse recto. Si esto es lo que quieres, entonces rogaré para que tengas la fortaleza para llegar hasta el final del camino. Cuenta siempre conmigo.

El apoyo incondicional de la abuela era reconfortante. Pero, la verdad, Firomena no se había puesto a pensar concienzudamente si esta era su vocación o no. En todo caso, la había elegido por impulso. Y ahora que lo meditaba, la magia sí la entusiasmaba de manera genuina, solo que nunca la había considerado como opción. Entonces rememoró la historia de Zapán sobre el marqués y el final que él tuvo. Recordó la advertencia del gato, y ahora, la de su abuela. Y se preguntó qué tan ciertas eran.

Muy pronto lo sabría.


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Caperucita con botas y el gato rojoWhere stories live. Discover now