3. Brujas y hechiceros

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—Algo raro está pasando en este castillo, abuela —le dijo Firomena, y le contó todo lo que había escuchado.

Fue muy oportuno, porque la abuela también se había percatado. Y ella misma también había averiguado algo por su cuenta. Las verdades escabrosas pueden asustar a los niños, por eso los adultos muchas veces las callan. Sin embargo, la abuela no compartía esa idea. Después de todo, solo se tenían ellas dos para todo, por lo que también compartían todo.

 Después de todo, solo se tenían ellas dos para todo, por lo que también compartían todo

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Los sirvientes más viejos del castillo sabían que su señor era particular. Lo habían sabido desde siempre y lo aceptaban cómo era porque él les había dado un trabajo seguro, bien pagado y nunca exigía de más. A cambio, además de sus servicios, su amo siempre les había pedido discreción sobre todo y cuanto ocurriera en el castillo. Y eso era porque el marqués era un hechicero.

Cuando su amo dejó de mostrarse ante los demás, los sirvientes antiguos, entre ellos la señora Babril, lo asumieron como parte de su peculiaridad. Nuevos sirvientes, como la abuela, ingresaron al personal, y ellos no podían sino fiarse de la palabra de los anteriores. No sin cierto resquemor porque ser un hechicero no era poca cosa.

La gente se inquietaba con los hechiceros, los brujos o los seres mágicos. ¿Quién no? Eran tantas las historias que se contaban sobre desafortunados que habían sido malditos por desairar a alguno. La verdad era que la gente ordinaria no podía hacer nada contra alguien que dominara estos artes misteriosos. Nada más que rezar y esperar que el susodicho fuera una persona de bien.

Para ser justos, también existían historias de alguna bruja amigable, hadas madrinas o algún hechicero de buena voluntad. Pero los relatos de las tragedias eran más impresionantes. Gente que había sido convertida en sapos o bestias, condenada a bailar hasta la muerte o que de su boca salieran serpientes y escorpiones, o de alguna doncella raptada por las hadas.

Simplemente, uno siempre debía irse con cuidado con cualquier ser mágico.

Pero no por algo la abuela cargaba ya con un buen atajo de años.

—Ser prudente nunca está de más —le dijo a su nieta antes de apagar la vela de su recámara para que las dos pudieran dormir—. Pero también debemos estar abiertos a conocer a los que son diferentes a nosotros.

Firomena asintió. Esa noche no pudo pensar en otra cosa más que en el hecho de que estaba durmiendo en el castillo de un hechicero, y no pudo sino sentirse maravillada.

¿Cómo se convirtió en hechicero? ¿Nació así?¿Cómo hacía magia? ¡Qué emocionante sería ver que ejecutara algún hechizo! 

¿Cómo se convirtió en hechicero? ¿Nació así?¿Cómo hacía magia? ¡Qué emocionante sería ver que ejecutara algún hechizo! 

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En el anterior hogar de Firomena las historias de brujas, espíritus, duendes y hadas corrían como agua de río. Pero, aunque a ella le encantaban, siempre las había percibido como lejanas. Algo que solo les pasaba a otros. Sin embargo, esto le estaba sucediendo a ella. ¿Cuántas personas habían muerto sin que les pasara nada increíble en sus vidas? ¿Cómo podía ella ser tan afortunada? ¿A quién no le fascinaría que le ocurrieran cosas extraordinarias?

Firomena era de tristezas cortas, porque tan pronto como hallaba alguna idea que la ilusionara, se encandilaba rápidamente con ella y olvidaba la anterior. Por eso, aunque lamentaba que ninguno de los niños de su escuela quisiera entablar amistad con ella, si ese era el precio que debía pagar por vivir cerca de una realidad fantástica, era un trueque justo.

Al regresar de la escuela y luego de ayudar a la abuela a lavar los trastes, Firomena se dedicaba a dar vueltas en los pastizales del castillo, divisando sobre todo la infame torre oeste. En su imaginación, ella esperaba en cualquier momento ver asomarse al marqués con alguna varita mágica, o tal vez ver su silueta levitar tras las cortinas. Sin embargo, el pasar de los días solo trajo desilusión y aburrimiento.

Todas las ventanas de la torre estaban parchadas de mugre y moho, las piedras estaban deslucidas y con telarañas. Era la parte del castillo que visiblemente había caído en el más absoluto de los abandonos, como si se desprendiera del resto de la fortaleza que se veía mejor mantenida.

Cada día, mientras tonteaba distraída entre las matas, se animaba a aproximarse más a la torre. La señora Babril nunca la amonestó, de hecho, luego de los primeros días al constatar que Firomena acataba sus advertencias, había dejado de prestarle atención. Aquel silencio positivo hizo que la pequeña se envalentonara a atreverse a más, cada vez más cerca.


Hasta que un día recorrió palmo a palmo los muros de la torre oeste, con la mano rosando los bloques de piedra empolvados

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Hasta que un día recorrió palmo a palmo los muros de la torre oeste, con la mano rosando los bloques de piedra empolvados. La maleza había crecido tanto y estaba tan descuidada en esa zona que, de pronto, Firomena se percató que debajo de esta había una pequeña puerta destartalada. Nadie la había utilizado en mucho tiempo. La madera estaba tan derruida que, con un empujón, Firomena sin querer terminó de desvencijarla. Y, de repente, se había abierto el paso hacia el patio interno.

Lo correcto hubiera sido marcharse, pero muchas aventuras comienzan cuando alguien no hace lo correcto.

Lo correcto hubiera sido marcharse, pero muchas aventuras comienzan cuando alguien no hace lo correcto

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Caperucita con botas y el gato rojoWhere stories live. Discover now