10. Los regalos de las hadas

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Firomena contempló el reflejo de ella misma asustada en los oscuros ojos de la enorme ave. Eran de un iris amarillo con un gran círculo negro en el centro. Sus pupilas eran pozos que contenían un sentimiento juicioso. El búho le doblaba... o tal vez triplicaba la altura, era la primera vez que ella conocía a un animal tan garrafal. ¿De qué se alimentaba? ¿De ratones gigantes?

—No temas, él es Jasparo —le explicó Zapán—. Es la criatura más sabia de este bosque.

—No confundas vejez por sabiduría, joven felino —le corrigió Jasparo, enfocando esta vez su mirada de emplumado ceño sobre Zapán—. Son cosas distintas. Lo que sé, lo sé porque he vivido mucho. No esperen un consejo sabio de mí, solo puedo contarles lo que fue de anteriores portadores de ese báculo. Y lo que decidan a partir de eso, es cosa de ustedes.

El búho tenía una manera un tanto brusca de hablar. Sin embargo, pensó Firomena, había accedido a encontrarse con ellos y ayudarlos.

—¿Co... conoció a los anteriores portadores de este báculo? —se animó a preguntar, recuperándose de la impresión.

Jasparo observó brevemente a Crepúsculo rojo, que aún resplandecía apartando las tinieblas.

—No solo del báculo —aclaró—. Una verdadera pena lo que le sucedió al último hechicero. Sin embargo, es por su negligencia que el bosque es un caos y ese ogro gobierna en Carabás.

—El marqués nunca quiso que esto sucediera —se apresuró a intervenir Zapán. Firomena notó que su cola se removía detrás de él, manifestando su desacuerdo e incomodidad ante esa opinión.

 Firomena notó que su cola se removía detrás de él, manifestando su desacuerdo e incomodidad ante esa opinión

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—El hechicero era una buena persona. Una combinación difícil de encontrar —reconoció Jasparo, con la misma aspereza de antes—. Demasiado buena, en realidad, eso fue lo que lo mató. Pero no me has llamado para discutir mi parecer sobre esto —agregó cuando Zapán estuvo por rebatirle de nuevo—. Me has llamado para que la nueva hechicera sepa qué es lo que sostiene en sus manos.

"Nueva hechicera". Firomena se sorprendió cuando se dio cuenta que se estaba refiriendo a ella.

—Hechicera... am... —repitió. Aquel título se le apeteció colosalmente demasiado grande para ella—. La verdad no sé nada de magia... señor Jasparo —dijo en tono de disculpa.

El ave no se inmutó ante la confesión. Es decir, no más allá de un parpadeo desigual. Primero un ojo, luego el otro.

—Pues deberás aprender, y pronto —sentenció Jasparo—. No es bueno que uno de los regalos de las hadas esté en poder de un aficionado.

—¿Regalo de las hadas?

Jasparo hubiera podido iniciar verbalmente su explicación. Sin embargo, aquella ave sobrenatural tuvo una mejor manera de transmitirle la historia a Firomena.

Los ojos del búho se tornaron más penetrantes que antes. Era imposible no mirarlos, no quedarse inmerso en ellos. De pronto, la negrura de sus pupilas comenzó a crecer, a crecer más y más hasta envolver los alrededores. De repente, ya no había bosque y todo lo que veía Firomena era oscuridad, como si flotara en la negrura.

Entonces un punto de luz rojo apareció en su visión. La figura creció y se definió hasta tomar la forma de Crepúsculo rojo, y al lado de él, otros artilugios resplandecientes se formaron, como si fueran un juego. Eran los regalos de las hadas. Cuando esa certeza se instaló en la mente de Firomena, el relato se narró en su mente con imágenes, como si fuera un sueño.

Hacía mucho, mucho tiempo, la reina de las hadas entregó cinco regalos al mundo mortal. Cada uno de estos artefactos mágicos contenían un poder inmenso destinado a ser domado por quienes poseyeran dotes para la magia. Pero estos instrumentos contaban con una voluntad propia y serían solo portados por aquellos a quienes ellos eligieran. Y el criterio de estos era un total misterio, podían elegir a un hechicero habilidoso al igual que a algún duende o trasgo, un aprendiz de mago inexperto o alguna bruja malvada.

Lo invariable era que todo cambiaba alrededor de este nuevo portador. Quien poseyera uno de los regalos de las hadas podía obrar un gran bien y mejorar el destino de muchas almas, como también sembrar caos, sufrimiento y destrucción.

De esta manera, acontecieron centenares de historias entorno a los fatídicos regalos de las hadas. Hubo de aquellos portadores que se obsesionaron con el poder que incluso eliminaban a sus sucesores. De los que se volvían egoístas, con el único objetivo de satisfacer sus propios placeres. De los que centraban su fascinación en alguna materia en especial, como el estudio de la magia. Y también, los hubo como el marqués, que procuraron obrar un bien para su comunidad.

Los regalos de las hadas dotaban siempre a su portador de una juventud eterna y larga vida, sin embargo, los portadores que duraban menos eran aquellos que no conseguían adiestrar sus talentos mágicos. El artilugio era poderoso, por lo que siempre atraería a seres sobrenaturales dispuestos a tantear suerte, por si el regalo los elegía. Los novatos que querían sobrevivir no tenían opción más que aprender.

El artilugio se pasaba, generalmente, de portador a sucesor. Pero casos como el de Firomena ya habían pasado antes en la historia. Y en esos casos...

—Tengo que... buscar a otro portador de uno de los regalos, para que sea mi maestro.

Firomena se escuchó a sí misma pronunciando estas palabras. De repente, ya no estaba visualizando la historia de hechiceros, hadas, portadores y artilugios mágicos. Sino que se encontraba de nuevo parada al pie de un árbol en el bosque nocturno. La gema del báculo se había apagado y ya no brillaba.

—¿Los regalos son cinco? —inquirió Zapán, quien también se había visto sumergido en la ilusión de Jasparo. Firomena supo que, incluso él, no conocía toda la historia de Crepúsculo rojo.

—Pero... —barbotó ella, empezando a comprender lo que implicaba esta historia—. Tal vez puedo estudiar por mi cuenta... para empezar. En la biblioteca hay muchos libros. Y, mientras tanto, pensamos en qué hacer con el ogro.

—Estudiar podría ayudar —le dijo Zapán—. Pero ya has empezado a activar el báculo, aún sin quererlo. Es cuestión de tiempo para que Pantagruel te note.

—Pero...

—¿Por qué no quieres buscar un maestro? Parecías contenta antes —cuestionó Zapán, ladeando su cabeza, sin comprender.

—No puedo dejar a mi abuela en el castillo con ese ogro.

La idea de viajar a lo desconocido era fascinante. Sin embargo, si algo podía frenar el entusiasmo impulsivo de Firomena era su sensación de responsabilidad para con su abuela. No había anticipado que este camino le demandaría una disyuntiva como esta. Pero, por otro lado, estaba empezando a caer en cuenta que quedarse en el castillo equivaldría a una muerte segura.

Zapán la observó en silencio, mientras ella se debatía. Y Jasparo los contemplaba a ambos, sin pronunciar palabra, como si hubiera decidido que esa discusión estaba fuera de su competencia.

Entonces, Zapán posó una de sus patas en el hombro de Firomena.

—Hay otra alternativa —dijo, Firomena notó que la mirada del gato se había aguzado, hablaba con repentina seriedad y sus pupilas se habían alargado, como las de una víbora—. Si el problema es Pantagruel, solucionémoslo. Vamos a matarlo.

Caperucita con botas y el gato rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora