11. El pozo escondido

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En lo profundo del bosque había un lago, en medio del lago, una isla y en esa isla, un pozo. Dentro de ese pozo se encontraba el corazón de Pantagruel. Lo había escondido allí y una barrera invisible lo protegía.

Zapán había logrado arrancar aquella confesión del ogro en uno de sus episodios de embriaguez y gula satisfecha. El gato no había tardado en encontrar el lugar referido, sin embargo, había sido incapaz de penetrar esa barrera. Aquel hechizo protector era tan fuerte, que no parecía haber sido elaborado por el tosco ogro. Pero, ahora que contaban con Crepúsculo rojo había una posibilidad de romper ese escudo.

—Pero yo no sé romper barreras —repuso Firomena.

—Aunque no tienes entrenamiento, puedes hacer muchas cosas —replicó Zapán, con una inflexión lógica—. El marqués siempre decía que un hechicero sin entrenamiento era un peligro para él mismo y para los demás, porque no puede controlar su poder y tiende a ser destructivo. Pero en este caso necesitamos ser destructivos. El báculo responde a tus deseos, deberíamos intentarlo. No es necesario que tengas finura, incluso si destruyeras la barrera junto con el pozo o toda la isla, nos sirve. Si destruimos su corazón, Pantagruel morirá en el acto.

Todo eso sonaba razonable... Pero Firomena titubeó, un tanto trastocada por la propuesta y también asombrada por la naturalidad con la que la había expresado el gato, como si acostumbrara hacer una que otra matanza de vez en cuando.

—Nunca... he matado ogros —confesó—. Solo gallinas. Para los platos de la abuela. Es... ¿Es necesario matarlo?

Zapán parpadeó, su gatuno semblante inexpresivo y calmo.

—Él debe morir —sentenció, sin vacilación alguna—. Es tu derecho matarlo —agregó, como si fuera lo más evidente del mundo.

—¿Mi derecho?

Zapán pareció recordar que Firomena era nueva en esto, pero antes de que se explicara, Jasparo se le adelantó, como si la ignorancia de Firomena fuera demasiado aberrante para continuar silencioso.

—Joven hechicera —dijo el búho—. Veo que desconoces las reglas de nuestro mundo. Para nosotros es lícito matar si es que ha mediado una afrenta. Y esa es una regla que aplica tanto para hechiceros como para criaturas sobrenaturales. El hechicero no cometió ofensa alguna, por lo que su muerte fue un crimen. El castigo del ogro es la muerte, por haber matado sin razón.

Firomena empezaba a comprender por primera vez la situación en la que se encontraba, y lo diferente que pensaban estas criaturas.

—¿El... marqués llegó a matar a alguien alguna vez? —le preguntó al gato, a lo que él asintió, para consternación de ella. Esperaba que, si su antecesor se había librado de eso siendo tan bueno como decían que fue, ella también podría.

—Era la parte de su trabajo que menos le gustaba —dijo Zapán—. Si hubiera podido, hubiera matado a Pantagruel y nada de esto hubiera sucedido.

"Parte de su trabajo...".

Tal vez Firomena había aceptado el báculo demasiado pronto, sin leer las letras pequeñas ni conocer sus reglas. Pero ya lo había aceptado y no podía deshacer eso. El ogro jamás se iría caminando del castillo de buena gana. El marqués había muerto a sus manos, y ahora que ella era la sucesora, era la que debía hacer algo al respecto.

O al menos, de eso se dio cuenta cuando se percató que tanto Zapán como Jasparo la observaban, esperando su respuesta.

—Bi... bien —dijo finalmente y asintió. Aunque no se encontraba ni la mitad de segura de lo que le hubiera gustado estar.

Jasparo accedió a llevarlos a la isla. De esta manera acortarían camino y se ahorrarían el peligro de atravesar a pie los territorios del rey lobo.

Desde arriba, el bosque lucía como un manto arrugado y verde oscuro, con escasos claros. Y la sensación de encontrarse más cerca de la luna y las estrellas era novedosa. Firomena hubiera disfrutado más aquel primer viaje en el lomo de un búho gigante de no ser porque sabía lo que venía al llegar al destino.

Pronto, avistaron un lago que resplandecía como la plata a causa de los rayos lunares. Y en medio de este, había una pequeña isla con la forma de una manzana. Firomena se aferró a las gruesas plumas del ave cuando esta inició un suave descenso.

Aterrizaron justo al lado de un pozo circular de piedra oscura. Firomena se asomó en él con cierta precaución, como si temiera que una mano negra emergiera de este y la llevara adentro. No obstante, el pozo no era muy profundo y lo que había adentro la sobresaltó.

Era, literalmente, un corazón. Un órgano de un color marrón oscuro brillante, del tamaño de la cabeza de un caballo. Descansaba en el fondo, latiendo como si aún cumpliera sus funciones dentro de un cuerpo viviente.

—¿Por qué alguien querría sacarse el corazón y guardarlo en otra parte? —preguntó. Ella nunca había sido asquienta, por lo que permaneció observando el órgano, obnubilada.

—No es la primera vez que alguien hace esto —respondió Zapán, contemplando lo mismo que ella—. Unos lo hacen para hacer difícil que alguien los mate, otros, para arrancarse los sentimientos y la conciencia... Pantagruel, creo que lo hace por ambos.

Firomena extendió su mano para tratar de alcanzar el corazón, sin embargo, palpó algo más. Había una especie de lámina invisible que cubría la abertura del pozo. Como una tapa. Era la barrera mágica de la que le habían hablado. Era lisa, dura y fría al tacto.

—Firomena —dijo de pronto Zapán—. No quieres hacer esto, ¿verdad?

—No —respondió ella con franqueza—. Pero tú sí quieres matar al ogro, ¿verdad?

—Claro que sí, debe pagar por lo que le hizo a mi amo —respondió el gato, con la misma sinceridad que ella y la observó brevemente con su honda y cristalina mirada gatuna—. Pero me agradas, así que... si no quieres hacerlo, aún puedes devolver a Crepúsculo rojo.

—Pero yo sí quiero ser una hechicera —replicó ella, y se sorprendió de lo inmediato de su respuesta.

—Entonces esta no será la última vez que tendrás que hacer este tipo de cosas —le dijo Zapán—. Es parte del trabajo de un hechicero.

Firomena reflexionó para sus adentros por un instante. Estaba comprendiendo que Zapán había sido tan presto en ayudarla porque ansiaba deshacerse de Pantagruel pues, desde su visión, era un acto de merecida justicia. No quería, sin embargo, obligarla a ello, pero entendía ahora que el ogro había sido su objetivo desde hacía mucho tiempo. Y siendo así, entonces preguntó:

—Si muriera el ogro... ¿qué harás después?

El cuestionamiento sorprendió genuinamente al gato, cuyos ojos se abrieron de manera anormal, como si no hubiera siquiera pensado en un supuesto así.

—¿Te gustaría venir conmigo? —prosiguió ella—. Tú sabes tanto sobre tantas cosas y yo no sé nada. Si no tienes otra cosa que hacer, me gustaría que me acompañaras.

—¿Cómo un familiar? —preguntó él.

—Como un amigo.

Desde que se conocieron, Zapán había mostrado un talante amable, pero aquella fue la primera vez que Firomena lo vio sonreír. O algo parecido a eso. Sonrió como sonreiría un gato. Su cola se envaró y sus ojos brillaron como dos piedras preciosas.

—No he tenido un amigo desde que llegué al castillo... además de mi amo —dijo—. Me encantaría acompañarte.

—Entonces está hecho.

—Hecho.

Firomena estiró su mano para estrecharla con la pata del gato para cerrar el trato, pero a medio camino cambió de opinión y le acarició la cabeza de suave pelaje rojo. Zapán pareció sorprenderse ante esto, pero se dejó.

Pasado ese momento, los dos enfocaron al unísono su atención de nuevo en el pozo. Porque, si tenían ahora un acuerdo, entonces tenían un ogro que matar.

Caperucita con botas y el gato rojoWhere stories live. Discover now