2. El castillo de Carabás

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El castillo del marqués era un edificio formidable de piedras grisáceas, cuya torre más alta se elevaba hasta las nubes. Los territorios que rodeaban el castillo eran un manto de pastizales y sembríos, y a lo lejos se avisaba el horizonte verde oscuro y rugoso de un espeso bosque.

Los ojos castaños de Firomena se encendieron ante la visión de lo que, en su cabeza, eran sus nuevos dominios. Ya le estaban picando los pies por explorar los campos, el misterioso castillo e incluso ese lóbrego bosque, pero una voz frenó en seco sus pretensiones.

—Salvo algunos con permiso especial, la servidumbre tiene totalmente prohibido recorrer el castillo a sus anchas. Para eso tenemos nuestro espacio de trabajo y de convivencia —estableció el ama de llaves de forma taxativa, dirigiéndose no sólo a la abuela sino también a Firomena—. Y les sugiero fervientemente que se abstengan de internarse en el bosque. Está de más decir que es peligroso —agregó, como adivinando los pensamientos de la niña.

La señora Babril era la encargada de dirigir a los trabajadores del castillo. Se trataba de una mujer alta y alargada, de rostro severo. Por su vestido oscuro, fino pero parco, y su semblante, a Firomena le dio la impresión de que se parecía a una pasa gigante. Negra y fruncida. 

Mientras instruía a la abuela de sus deberes y de lo que se esperaba de ella, la señora Babril no dejaba de prodigarle miradas suspicaces a la pequeña Firomena

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Mientras instruía a la abuela de sus deberes y de lo que se esperaba de ella, la señora Babril no dejaba de prodigarle miradas suspicaces a la pequeña Firomena. Como si anticipara que la presencia de esa niña de rostro vivaz era sinónimo de problemas.

—Y, esto es importante —prosiguió—. La torre oeste está prohibida para todo el personal. Esta es una regla del marqués. Su desobediencia implica el despido inmediato y sin discusión. Y sin recomendación.

"Son reglas muy estrictas", pensó Firomena, desanimada. La perspectiva del viaje había encendido ideas de aventuras y se había esperado otra cosa. Aunque, pensándolo una segunda vez, aquel era el hogar del marqués y él podía decretar lo que le diera la gana.

Pero Firomena, con doce años, se consideraba suficientemente madura para ser capaz de amarrar su ímpetu y obedecer. Así que se concentró en lo siguiente que despertaba su emoción: su nueva escuela.

Firomena tenía la buena fortuna de haber sido tratada siempre con amabilidad por todo a quien había conocido. Por lo que asumió que en su nuevo hogar las cosas no serían distintas. Al principio, todos sus compañeros se sentieron curiosos sobre la nueva niña, pero al saber que vivía en el castillo, la repulsión fue unánime.

—¡Qué horror! —dijeron—. Viene del castillo maldito.

En los descansos se corrieron de ella, riendo con chanza, como si evitaran que les contagiara algún mal apestoso.

En los descansos se corrieron de ella, riendo con chanza, como si evitaran que les contagiara algún mal apestoso

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Firomena se quedó desencajada, era la primera vez que experimentaba el rechazo. De hecho, imaginaba era una imposibilidad ser descortés ante una persona que se acababa de conocer. Pensó que se trataría de un malentendido, y que se aclararía eventualmente. Sin embargo, en los días sucesivos sus compañeros no hicieron sino reafirmar su posición. Y también, Firomena supo del aluvión de rumores que corría sobre el marqués de Carabás.

Antes él solía organizar uno que otro banquete donde invitaba a sus aldeanos y acostumbraba también vagabundear en sus tierras, hablar con la gente y conocer sus quejas y necesidades. Pero eso había sido hacía mucho, mucho tiempo. Ahora, nadie lo había visto en años. Algunos decían que se había vuelto loco. Otros, que un accidente o maldición lo había dejado con una apariencia monstruosa. Y otros, que la pena por una pérdida lo había hecho encerrarse en su funesto castillo.


Firomena no sabía qué pensar

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Firomena no sabía qué pensar. Desde que había llegado al castillo, nunca había visto al marqués. No le gustaba la idea de pensar mal de su benefactor, pero también reconocía que la situación en el castillo era, ciertamente, extraña.

Su abuelita se esmeraba en preparar copiosos banquetes todos los días. Lo cual era perfecto para la abuela, pues nada le gustaba más que hacer su trabajo. Una pequeña parte de esa gollería estaba destinada para el personal del castillo. Y era suficiente. Pero el resto era para el marqués.

Todos los días marchaban mozos al gran comedor con los mejunjes y manjares en bandejas de plata, hasta cubrir toda la mesa, como para alimentar a un batallón. Luego, el marqués comía en soledad y solo cuando hubiese terminado, los sirvientes recogían los pertrechos limpios y vacíos. Si el marqués quería emitir alguna orden en concreto, usaba una particular campanilla. Y únicamente la señora Babril asistía para recibir sus mandatos.

Con cada día que pasaba, las costumbres en el castillo se le antojaban más anormales. Y lo que la estaba desesperando era la naturalidad con la que los adultos las habían asumido. Pero, más que nada, no dejaba de pensar en la regla más importante del castillo: "Nunca entren a la torre oeste".

Y se preguntó qué podría haber allí.

Y se preguntó qué podría haber allí

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Caperucita con botas y el gato rojoWhere stories live. Discover now