13. El corazón expuesto

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Firomena había conocido hasta ese momento el lado apacible de su amigo, por lo que se quedó boquiabierta al ver su gatuno rostro arrugado en una expresión feroz. A pesar de que podía hablar y razonar, había una parte salvaje en él.

Pero si acaso algo pudo sorprenderla más, fue la velocidad sobrenatural del gato. El lobo había abierto sus fauces para tragárselo entero, en pleno salto, pero Zapán se había convertido en una mancha roja, como una brisa. Firomena atisbó por un instante el brillo plateado de sus garras al contacto con los rayos lunares, como si estuviesen hechas de acero. Y lo siguiente que pasó fue que en el bosque atronó un aullido de dolor tan agudo que perforó los oídos de Firomena.

De pronto, el lobo sacudía su cabeza y con su pata intentaba frotarse su ojo derecho. Solo cuando volvió a levantar la mirada, Firomena se percató que uno de sus ojos estaba cerrado y derramaba lágrimas rojas. Pero lejos de dolido, el lobo estaba más furioso que antes, sus colmillos temblaban con cólera, y se abalanzó esta vez sobre el gato.

Lo que sucedió fue un revoltijo de colores. Zapán fluctuaba de un lugar a otro con su extraordinaria velocidad, escurriéndose entre las patas del lobo, mientras que este intentaba morderlo en pleno movimiento. Los lobos de la manada los habían rodeado. Aullaban y gemían, escandalizados, pero sin animarse a participar, como si supieran que aquel era un duelo entre dos.

—Hay que detenerlos —murmuró Firomena. Si el lobo atrapaba a Zapán entre sus fauces, sería el fin de su amigo. Una luz empezó a titilar en Crepúsculo rojo—. Hay que...

—Joven hechicera, ambos están en su derecho. No debes interferir —dijo Jasparo, estaba vez cubriendo el báculo con su ala para indicarle que no debía usarlo—. Son nuestras reglas, y son tuyas ahora también.

A Firomena no le gustaban estas reglas. ¿Por qué Zapán había sido tan tonto como para caer en la provocación? ¿Por qué esas reglas permitían tanta violencia? No podía entender cómo alguien tan tranquilo como Zapán estuviera de acuerdo con tales leyes. Y, sin embargo, así era. Todos allí parecían consentirlo.

Entonces se dio cuenta de algo. Algo que los demás no percibían por estar inmersos en el fragor de la pelea. Era un temblor. Pero no era uno continuo. Era como si alguien golpeara la tierra. Un golpe. Otro golpe. Otro golpe... Cada vez se sentía más fuerte y cercano. Otro golpe, otro golpe. Solo que no eran golpes... Eran pasos.

Firomena se volvió hacia atrás para ver el preciso momento en que una figura colosal emergía de la espesura de los árboles. Un gigante de panza circular, de piernas regordetas y cara similar a un cerdo identificó en la lejanía la escena que se estaba desarrollando en la isla. Su enajenada mirada porcina resplandeció con un tinte de triunfo cuando se centró en Firomena, que sostenía con fuerza a Crepúsculo rojo. Pero al momento, sus ojos saltaron al pozo gris que se ubicaba cerca de ella, y sus labios se curvaron en una siniestra y bobalicona mueca de ira.

Era la primera vez que lo veía en persona, pero Firomena supo que se trataba de Pantagruel. ¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué...? ¡La luz de Crepúsculo rojo! Debió haberse notado desde el castillo. ¡Sin querer lo había traído!

El ogro saltó al lago para atravesarlo a pie. Incluso en sus zonas más profundas, el agua apenas le llegó a la pantorrilla. A cada paso, Firomena sintió que se hacía cada vez más grande.

—¡Firomena, huye!

El grito de Zapán la hizo volver en sí. Lo único bueno de la aparición del ogro era que la disputa entre el lobo y el gato se había pausado. Ambos pasmados de terror ante la llegada del gigante. Firomena estuvo a punto de obedecer y abordar de nuevo en Jasparo. Pero entonces, sucedió algo que no había anticipado.

Caperucita con botas y el gato rojoWhere stories live. Discover now