Los fantasmas del pasado.

274 46 19
                                    

Desde que eran niños, Mycroft había destacado en todo. A sus ocho años logró recrear una vieja pócima para quitarles "La enfermedad de las cerezas" a la mitad del pueblo, le llamaron así porque todo el cuerpo se les llenaba de granos rojos parecidos a las cerezas. Y en dos días, Mycroft había seguido al pie de la letra lo que muchos intentaron recrear desastrosamente con las páginas de una vieja enciclopedia; saliendo victorioso y con miles de halagos por haberles quitado esa molestía que los mantenía en cama.

Lo llamaban "El niño genio", "El hijo pródigo", "El futuro de la casa Holmes".

Y Sherlock creció la mitad de su infancia siendo el hermano menor del niño más brillante de toda Infraterra.

Por supuesto que él también contaba con apodos casi tan ingeniosos como los que le daban a su hermano: "Diablillo", "Antena rebelde", "La bomba de la casa", entre otros.

Ambos solían ayudar a su padre con la tienda de pócimas de la famila, la que había pasado generaciones ayudando a los habitantes de cada pueblo con remedios y otros menjurjes.

El sabor de las pócimas siempre era amargo, y cuando no era amargo sabía a jugo de cebolla y ajo con miel. Su padre solía decir que los mejores remedios o los más potentes hechizos eran los de un sabor grotesco. Si no hacías muecas no funcionaba. Lo cual desde siempre se le hizo muy ridículo. ¿Por qué el primer sorbo a algo mágico debía de saber horrible?

A Sherlock siempre le gustaron las cosas dulces, pastelillos de grosella, nueces acarameladas, dulces de miel y todo tipo de golosinas que pudiera hurtar cuando nadie le prestaba atención, lo que pasaba muy seguido ya que los ojos de la gente siempre se encontraban sobre el maravilloso hijo pródigo.

Mycroft sabía leer y devoraba tres libros al día, de los más anchos, con palabras aburridas y recetas burdas. Mycroft sabía sostener una espada con gracia y era el más letal a la hora de pelear, ayudaba a su padre con las cuentas de la casa y atendía la tienda con increíble paciencia, y por si fuera poco, también sabía tocar cualquier tipo de instrumentos musicales.

Mycroft era calmado y serio en donde Sherlock era revoltoso y tenaz.

Y aún con todo esto, no pudo odiarlo pues Mycroft jamás alardeó de sus habilidades creyéndose más que él. Nunca lo humilló por saber menos o por no ser suficiente. En su lugar le ayudó con lo que no entendía en las clases de lectura que les daba su padre, le explicó cada receta para que no explotara a la hora de agregar los ojos de buey a la mezcla de cada pócima.

Y cuando Sherlock llegaba a casa después de salir a buscar ingredientes al bosque y regresar con rasguños, era su hermano el que le vendaba esas heridas.

Por eso, Sherlock disculpaba mentalmente a su padre por querer más a Mycroft que a él.

¿Cómo no amar a ese amable caballero? Tenía a todas las chicas del pueblo a sus pies, y eso apenas cuando cumplió catorce. Solo el Tiempo sabe lo que hubiera sido de él si no se hubiera involucrado con el rey.

"Todo por él..."

Incluso después de que los traicionara y se uniera a él para usurpar el trono, su padre siguió pensando en él como la luz más brillante en la oscuridad.

"Mycroft...", había musitado mientras sostenía la mano de Sherlock en su lecho de muerte.

Cuando lo enterraron, ni Watson ni la señorita Hudson vieron a Sherlock derramar lágrimas. Pero la ira, la frustración y el dolor que guardó en sus ojos fue algo que jamás olvidaron.

-¿Que lo trae por aquí, director? -la sonrisa de Sherlock intentó verse lo más gentil posible. Pero la verdad es que quería darle un puñetazo a su hermano.

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Onde histórias criam vida. Descubra agora