El incendio en el palacio.

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El rey jamás había portado la corona real, no desde que ascendió al trono. No era necesaria, su porte aseguraba elegancia, su mirar era suave pero profundo. Luciendo un atuendo sencillo y fino a la vez, siendo su corbata color carmín y su traje negro.

Nadie podría confundirlo con un plebeyo o con el hijo de un noble de rango medio, porque Albert tenía un aura de realeza en cada movimiento, sin importar si estaba leyendo o tomando el té, cada ademán estaba cargado de gracia y delicadeza.

Pero bien decían las orugas más sabias, que cualquier rosa de belleza exuberante contaba con afiladas y peligrosas espinas que la gente decidía ignorar, hipnotizados por el carmín de sus pétalos.

A pesar de que las rosas necesitan una abundante porción de sol, esta bella rosa se había acostumbrado a los días nublados y lluviosos, recibiendo de vez en cuando al inevitable invierno que azotaba su corazón con vientos fríos y recuerdos atroces. Aprendiendo a tenerle miedo al fuego que amenazaba con devorarlo hasta hacerlo cenizas.

Juró plastar cada chispa que se propusiera empezar un incendio de nuevo. Y empezaría por las más brillantes.

-¿Y bien? -el rey levantó una ceja-. ¿Cuál es tu respuesta?

Una risa ahogada resonó en la oscuridad de la celda. Al parecer la vida de su amigo no le importaba tanto puesto que pasó la noche recostado, con el sombrero cubriendo su rostro. A decir verdad, no estaba tan sorprendido por ese comportamiento. La mitad de la gente asociaba el apellido Holmes con la palabra lealtad, y no era en vano. Cuando decidían pelear por algo o alguien; cualquiera que portara ese apellido se entregaría por completo a esa causa, y no cambiaría de opinión ni aunque lo señalaran con miles de espadas.

Mycroft había elegido a quién darle su lealtad... y Sherlock también.

-Mi respuesta sigue siendo la misma -los ojos del prisionero se clavaron en el rey. Saboreando las palabras, musitó:-, Púdrete.

Valiente, pero descabellado.

-Pues bien -dio media vuelta y se dirigió a uno de los guardias que lo escoltaba-. Que le corten la cabeza a su amigo -se volvió hacia Sherlock, con aire arrogante-. Veamos que tanto te dura esa actitud burlona con el peso de una vida perdida en tus manos.

-Mis manos están limpias, alteza...

-Por ahora.

-...Dígame, ¿que hay de las suyas?

Albert lo miró por encima de su hombro, y decidió que haría hasta lo imposible por borrar esa sonrisa de su rostro.

-Ahora entiendo porqué el señor Holmes prefería a su primogénito -susurró, peligrosamente-. No debió ser tan difícil escoger. ¿Qué probabilidades tenía un muchacho que habla demás y cuya única función son los problemas, contra un hijo responsable y perfecto?

Por supuesto que había una manera de quebrar esa máscara de arrogancia. Su padre siempre le dejó en claro que las palabras herían más que la afilada hoja de una espada. Y Albert había pasado años perfeccionando el arte de acuchillar con ambas.

Complacido por la expresión que puso Sherlock, Albert salió de los lúgubres  calabozos y ordenó los preparativos para la ejecución.

Todo el reino de Marvilia escuchó el tañido de las campanas a las cuatro de la tarde, como una orden que solicitaba su presencia en el palacio. Reconocieron de inmediato el llamado, y toda la gente caminó en la misma dirección, con prisa, algunos ansiosos, otros temerosos y otros sumidos en la curiosidad de averiguar quién iba a perder la cabeza ese día.

Las nubes que cubrían el cielo se habían pintado de un color rojo, y el pueblo temió que el rey controlara cielo y tierra  demostrando su furia a través de ambas.

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Where stories live. Discover now