En los engranajes, un suspiro.

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La relación con su padre siempre había sido más complicada que un ovillo de lana al que un gato había jugado y enredado por toda la casa.

Sherlock no lo odiaba. Siempre le tuvo un alto respeto por su categoría como médico del lugar, además de su buen arte con las pociones. Él fue quién le apremió a estudiar cada libro que tenían en los estantes para poder recrear viejos medicamentos para ayudar a la gente.

Pero Sherlock quería más que solo un remedio amargo y un color negro o verde oscuro. Y ahí empezaron los problemas.

Sherlock siempre quería hacerlo a su manera.

Desobedeciendo cada palabra escrita, comenzaba a experimentar por cuenta propia. Después de todo, los antepasados de la familia Holmes también empezaron experimentando con cualquier cosa hasta dar con el resultado.

A su padre no le hizo gracia. El menor de los Holmes había volado las paredes más de una vez con cada experimento. Y no importaba que lo castigaran haciendo que él mismo limpiara su desastre, aquello se repetía una y otra vez.

Siempre que Mycroft era nombrado, solía ser para pedir un pequeño favor, un consejo, para felicitarlo, cualquier cosa buena. A Sherlock siempre lo llamaban cada que se metía en problemas. Su nombre resonaba por toda la casa. Gritos furiosos y cansados de parte de su padre.

Recordaba una época en la que su nombre y el de su hermano había sonado con amor y gentileza, pero ese tono se volvió cenizas en la boca de su madre cuando falleció.

La señora Holmes era diferente a su marido. Ya habían pasado un año, pero el recuerdo de esa dulce y gentil mujer no soltaba sus mentes. Ella los amaba sin excepciones. Tenía un corazón tan grande en donde cabían los tres, y siempre había espacio para más.

Cuando Sherlock terminaba sus deberes, subía a su cuarto y le contaba todo lo que había aprendido y las ideas que surgieron en su cabeza mientras repasaba los escritos. Y ella lo escuchaba atentamente, reposando en cama, con una sonrisa alegre. Lo aconsejaba y mimaba con caricias en su cabeza. De hecho, ella era la única persona que podía peinar ese cabello rebelde sin que él se quejará o intentara escapar.

A veces le permitía pasar la noche en su cama, sin que su padre se enterara, porque sabía que Sherlock extrañaba escuchar sus susurros antes de dormir, aunque no lo admitía. Así que ella mentía diciendo que tenía miedo de dormir sola para que él accediera a quedarse. En la noche  azul que cubría la habitación, Sherlock se acurrucaba en los brazos de su madre, y a pesar de que su rostro permanecía serio, su corazón bailaba de alegría.

Su padre era más reservado con sus sentimientos. Cuando estaba orgulloso de Mycroft, sus palabras cargaban una gentil alegría. Pero la mayor parte del tiempo su comportamiento era serio, exigente y un poco frío.

Nunca quiso reprocharlo, porque la noche antes de que su madre muriera, bajó las escaleras y, escondido en las sombras, vio a su padre caminar de un lado a otro, revisando cada uno de sus libros con desesperación; casi arrancando las páginas. Contempló la rapidez con la que mezclaba y calentaba los ingredientes hasta formar un menjurje negro que tan pronto como roció un poco de él en una taza y le echó un vistazo, la arrojó contra la pared y cayó de rodillas, apoyando su brazo en la mesa, sollozando.

Jamás lo había visto tan vulnerable y enloquecido por el dolor. Durante el funeral de su madre, no lo vio derramar lágrimas, no hasta que estuvieron en casa. Y aún así se encerró en su habitación y no les permitió ver su agonía.

No lo dijo, pero la culpa de no poder salvarla le atormentaba todas las noches. Siempre cuando el reloj tocaba las doce, la pesadilla le nublaba la consciencia y bajaba las escaleras a fumar su pipa. Sherlock lo escuchó, más de una vez. El humo siempre fue desagradable, pero se había apoderado de la casa junto con la melancolía y el luto.

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Where stories live. Discover now