Siete: El peón que puede convertirse en reina

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Trancó la puerta con seguro apenas llegó. Escaneó de prisa la habitación con ayuda de la exigua llama del velón que daba señales de fallecer pronto hasta conseguir el teléfono celular sobre los cobertores.

No se había percatado del frenético temblor de sus dedos hasta que agarró el dispositivo y éste titiriteaba mientras se perdía en el directorio buscando el ícono de las llamadas. Al encontrarlo, marcó sin pensar al número de emergencias y llevó las uñas a sus dientes, paniqueada.

Pero nadie atendió, ni siquiera hubo un timbre que indicara que la llamada se había realizado con éxito porque la precaria cobertura se tragó sus esperanzas junto al sonido de la notificación de que ahora tenía un quince porciento de batería.

—No, no, no, no, ¡No! —exhasperó, enrredando los dedos en su cabello y tirando de las hebras en un acto desesperado.

Abrió la ventana y contempló el pasto empapado, las paredes ni siquiera eran de roca sólida para ayudarla a bajar como una araña humana, simplemente era absurdo considerar huir lanzándose por la ventana.

Apagó el celular para ahorrar la batería que quedaba y lo metió dentro de sus senos. Aceptando que era un suicidio seguro quedarse ahí de brazos cruzados, salió nuevamente del cuarto y recorrió el pasillo en puntitas, desechando la idea de abrir una puerta al azar y ocultarse hasta trazar una utopía, las puertas eran tan viejas que las bisagras se quejarían por el movimiento después de tanto tiempo en desuso y alertarían a todos de su paradero.

Escuchó risas cercanas a donde estaba y, a sabiendas de que era una pésima idea, se acercó. Dobló el pasillo y encontró una puerta entreabierta, el interior estaba iluminado por lámparas y las paredes color vino conferían una apariencia atrevida a la habitación, ni siquiera parecía propia de la mansión si la comparabas con las otras estancias. Harper empujó la puerta otros centímetros para revelar la imágen de Donovan recostado del espaldar de una cama de madera, con Irene abierta de piernas sobre él, masajeando su cuello mientras él sostenía su cintura, ambos reían.

Y aunque esas personas pretendían asesinarla, algo en el alma de Harper crujió al ver esa escena.

—Me gusta esta que has traído, ¿Puedes compartirla conmigo? —preguntó Irene a Donovan, inclinándose para besar sus labios.

—Toda tuya, ya la he follado hasta el cansancio. Más que a las anteriores.

—Y que lo digas, a las otras las convencías más rápido de viajar.

—Es que Harper pertenece a un convento y como mucho lograba escaparse unas cuantas horas para quedar y montarnoslo. No podía decirle que no, necesitaba tenerla ahí amarrada hasta que surgiera la oportunidad de una escapada más duradera.

—Ay, a esta el señor la acompaña, hay que rezar para que Dios juegue a nuestro favor —Harper vio a Irene persignarse mientras reía—. ¿La dejaremos en la carretera?

—¿Y confirmar las sospechas de la policía? Ni de coña —Donovan empezaba a desatar su albornoz para deleitarse con la imagen de sus tetas erizadas a causa de su tacto—. Le ponemos el anillo y la botamos en Málaga, hay que despistar a las autoridades, nos vienen pisando los talones.

—Me gusta la adrenalina —ella puso voz infantil.

Donovan acabó por quitarle el albornoz y dejarla desnuda a su merced, procediendo a pegarla más a él. Harper, sintiéndose en extremo indispuesta para continuar como espectadora, se volvió el dirección a las escaleras.

Harper aferró los dedos a la baranda de madera más de lo necesario. Estaba tan atribulada que era incapaz de discernir si sentía angustia o celos, su cerebro tampoco trabajaba lo suficientemente bien como para advertirle que era una mezcla de ambos.

MOTEL MORTALWhere stories live. Discover now