Ocho: ¿Quién es el rey?

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Con los nervios anudados y presionando su garganta, Harper buscó a ciegas un escondite aledaño y no tanto a la vez, decidiendo que encender un cerillo sería contraproducente, no sólo iluminaría poco o nada, sino que también delataría su posición.

En la planta baja giró hacia la derecha y se encontró con un pasillo angosto con hileras de puertas de lado a lado, o al menos eso pudo identificar extendiendo ambos brazos y deslizando sus dedos por las paredes.

Intentó abrir varias y fracasó, ya había pasado aproximadamente minuto y medio desde que Frankie susurró en su oído. Ya la estaban buscando esquina por esquina, y ella no había encontrado dónde ocultarse. Aún no se desesperaba sólo porque un abrumador presentimiento le decía que era demasiado temprano, así que siguió girando pomos a ciegas y en silencio hasta que, para su sorpresa y fugaz fortuna, una de las puertas cedió.

Sus fosas nasales detectaron un leve aroma a miel y avellanas impregnado en lo que, por su amplitud, dedujo que se trataba de una habitación.

La ingrávida luz de luna que lograba colarse entre la lluvia y viajar hasta la ventana cubierta por ligeras cortinas le permitía entrever el arcaico diseño de flores corales estampado en las sábanas que vestían la cama, el tocador  a un lado con un espejo plano y manchado, y al fondo se encontraba un armario mediano.

No hacía falta examinar mucho para concluir que estaba en el cuarto de la abuela Inés, pero, ¿Ahora dónde estaba ella? Temió al imaginarla rondando la mansión con tanto loco suelto, pero a la vez agradeció su ausencia porque eso le permitía esconderse ahí sin ser avasallada con preguntas y apercibimientos.

Se acercó al espejo y gracias a la tierna y valiosa luz que se colaba por las cortinas pudo ver su rostro; se le notaba el cansancio y las medias lunas bajo sus ojos denunciaban la paranoia que llenaba apenas minutos de una larga noche acechándola.

Sólo por curiosidad, se tomó un minuto para examinar las pequeñas gavetas del tocador. Supuso que si la señora desconfiaba de quienes habitaban su hogar, algo había de tener guardado para defenderse. Pero ahí no encontró más que ganchetas para el pelo y monedas devaluadas, estuvo por rendirse en la inspección hasta que halló una especie de cofre de madera; al ver que no tenía truco ni cerradura, alzó la tapa y dió con un puñado de anillos plateados de distintos tamaños. Podía ser una simple colección, pero al acercar uno de ellos a la ventana para mirarlo mejor, Harper se dió cuenta de que tenía un detalle escabroso que alejaba al anillo de ser común.

Dentro permanecían grabadas las iniciales «IZ» y no le faltó revisar los demás para saber que todos estaban así.

—Inés Zaldívar, Irene Zaldívar —conjeturó, pero el pavor que golpeaba su estómago ante tal epifanía le gritaba «Ibañez Zelaya».

Harper entendió que no le bastaba con sólo encerrarse ahí a esperar que alguien viniera a matarla o, si de pronto cambiaban de parecer, invitarle una taza de manzanilla con benzodiacepinas.

Dejó todo tal y como lo había encontrado y caminó en dirección al armario que reposaba al fondo. Ahí se encerró, envolviéndose en una peculiar fusión de aroma a tinta y guardado. Esa vez no pudo evitar encender un cerillo, y maldijo internamente al abrir la cajita de cartón delgado y darse cuenta de que tan sólo le quedaban dos sin contar el que sacó. Raspó la cabeza contra el costado de la caja e iluminó el espacio reducido, dando vida a las prendas que colgaban de ganchos a sus lados, revelando un montón de trozos de periódicos puestos estratégicamente en el lado inferior de las puertas del armario al estilo collaje.

Eran fragmentos de noticias que, a juzgar por la vejez de las hojas, llevaban al menos tres décadas pegados ahí. Harper pasó sus ojos por los encabezados lo más rápido que pudo antes del vencimiento de la llama entre sus dedos.

MOTEL MORTALWhere stories live. Discover now