3 La historia de Abu

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Me despertó una música bastante fuerte. Resonaba en toda la casa, retumbaba.

Pasó medio minuto antes de que mi cuerpo y mi mente supieran dónde me encontraba en ese momento. Abrí lentamente los ojos y me encontré con el cuerpo de Jasón delante de mí, entre las sombras. La poca luz que entraba por esa ventana interior iluminaba su brazo, largo y fuerte, colgando de la cama. Su torso desnudo y brillante por el sudor de un posible sueño reparador hizo que empezara el día peleándome con mis hormonas. Intenté levantarme despacio, pero la suerte me había abandonado hacía muchos años: instantáneamente perdí el equilibrio hasta quedarme de rodillas delante de la puerta.

—Mierda... –gemí al sentir un dolor punzante en las rodillas.

—Torpe –exclamó y exhaló Jasón a la vez.

Se levantó de la cama y encendió la luz tan rápidamente que me cegó la vista. Cuando mis ojos empezaron a ver un poco más, vi a Jasón a unos pocos metros de mí. Llevaba un bóxer de color azul oscuro y estaba tendiéndome la mano para ayudarme a levantar.

Madre del amor hermoso, Carol, ¡no mires ahí! Carol, ahí no. ¡Mierda!

Jasón se dio cuenta de que le estaba mirando el paquete y, con toda la tranquilidad del mundo, se la colocó bien delante de mí. Mi cabeza empezó a recordar el momento en el que su mano agarraba su polla y no pude olvidar ese tamaño: grande, muy grande... Extremadamente gruesa... Me quedó claro que Jasón era el típico chico con el que cualquier chica soñaría pasar una, dos, o todas las noches que pudiera entre sus sábanas.

Dios, deja de castigarme.

—Tranquila, no es por ti –dijo con toda la tranquilidad del mundo–. A todos los chicos nos pasa al levantarnos.

—Imbécil –solté en un bufido.

—Mirona.

Me levanté sin la ayuda de Jasón y salí corriendo de la habitación. No sabía si llorar de agradecimiento o si cerrarle la puerta en las narices. Daba igual: el día no había empezado bien para mí. Para acabarlo de rematar, al salir de la habitación me volví a tropezar otra vez; en esta ocasión, con Abu:

—Pequeña, ¡qué susto!

Mis mejillas estaban ardiendo, y mi cuerpo estaba especialmente tenso.

—¿Todo bien? –preguntó Abu con su dulce voz.

—Sí, sí...

Movió la cabeza como diciendo "ay, esos jovencillos...".

—Ven –dijo agarrándome de la mano–. He ido a la plaza del barrio a primera hora de la mañana y he comprado algo para el almuerzo. Pensé que te gustaría ayudarme a preparar las cosas, y así charlamos un poco más. Charla de mujeres, ya me entiendes –me guiñó un ojo con picardía.

La acompañé a la cocina. Me tendió un par de platos de color blanco roto y sacó una barra de pan que, por su olor y forma, parecía casera.

—¿Puedes calentar el café?

—Sí, por supuesto.

—Tienes la cafetera en el armario de abajo. Y el café está en la estantería de arriba, detrás de la sal y la pimienta.

—Vale.

Cogí la cafetera y luego el café. Era un café arábico: nunca olvidaría ese olor fuerte y tan agradable. Es un aroma que llega a impregnar kilómetros de distancia y te recuerdan a hogar, a comida en familia; a mí, a tristeza...

Soy consciente de que aún soy una desconocida y de que hay preguntas que no deben hacerse por mucho que nos corroa la curiosidad. Además, tampoco es que yo haya abierto mi caja de pandora; así que me abstengo de hacer preguntas que puedan resultar incómodas. Sin embargo, me cuesta dejar de mirar a Abu con curiosidad.

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