𝐄𝐏Í𝐋𝐎𝐆𝐎

29 3 0
                                    

25 de noviembre, 1971

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

25 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———PORT CAMELBURY VOLVIÓ A VER EL SOL EN el momento en que la última bruja de Sol Duc incrustó la estaca de menta y romero en el pecho de Ulric Bissett.

Una hendija sanguinaria profanó la piel lívida del mestizo, manando fluidos color borgoña con ámbitos de flujo propios de la tinta que se derrama de un plumero. La herida se abrió, no obstante, con la misma intransigencia de los resquicios del celaje neblinoso por el que escapó como un beso del sol una luz dimanante, misericordiosa; el augurio del fin de la borrasca y el inicio de un invierno sin tempestades consecuente al destierro de aquella presencia de oscuridad imperiosa.

El pueblo conmemoró el portento, entonces, ornamentando las puertas con coronas de otoño para Acción de Gracias; algunas limitándose a hojas tórridas, y otras arriesgándose con la incorporación de calabazas miniatura. La casa de los García, en particular, fue decorada por los pueblerinos con cruces y velas en su porche, y Samira Farid habría jurado que las ventanas expedían un aroma a dátiles cuando pasó por allí en la víspera de la celebración.

No fue hasta semanas después del suicidio que los vecinos comenzaron a notar que la casa de los pájaros siempre estaba convencionalmente llena de comida para una familia de estorninos, y una especulación se hizo común desde las puertas para adentro: «es como si en esa casa aún viviera gente»; sin embargo, tanto Renata Munch como Quentin Peterson desmintieron los rumores mediante visitas oficiales en las que encontraban la casa bajo las mismas condiciones en las que la habían dejado posterior al levantamiento de los restos de García, los cuales fueron enterrados en la misma fosa que Norma Grace porque así expresó desearlo en vida.

Pero la verdad era que las desgracias en Port Camelbury se extendían hasta la calle Broomsticks, donde Kimberly Jones, por su parte, cenó aquella noche en las penurias de la soledad, rebuscando entre un mar de desgracias algún motivo para agradecer, pero sin encontrar más que las remanencias de lo que un día fue y ya no era: de una madre que dejó de ser madre, de un detective que dejó de ser detective, en un hogar que dejó de ser hogar el día que Clifford Cox fue internado en el hospital psiquiátrico de Torrington.

El diagnóstico, decretado por la colaboración entre el psicólogo Ulric Bissett y el psiquiatra designado por la Oficina Fiscal de Connecticut, Boris Willis, sintetizó la sintomatología del paciente como un caso de esquizofrenia tipo paranoide alucinante.

Para llegar a tal conclusión, se requirió llevar a cabo la investigación pertinente suscitada por la queja oficial firmada por Kimberly Jones. Al psicólogo, en primera instancia, se le solicitó la redacción de un informe que reflejara un registro detallado de lo observado en Clifford Cox a lo largo de las sesiones previas; no obstante, en pos de la precisión del diagnóstico, Ulric propuso la convocatoria de una consulta meramente exploratoria para complementar el informe con un examen mental lo más reciente posible.

En la sesión terminante, sin embargo, el psicólogo implementó la técnica de la silla vacía, originaria de la terapia Gestalt, en la que Clifford Cox se sentó en una silla paralela a la suya para entablar una conversación con una idealización imaginaria del hijo. Comúnmente, la técnica se implementa con el propósito de que el cliente entre en un estado de catarsis; de darle voz a partes adversas de sí mismo que se contraponen en su interior y le generan tal índole de malestares; que explore y comprenda con mayor afinidad sus propios pensamientos, sentimientos y conflictos internos; pero la verdad era que el propósito de Ulric Bissett era vil, macabro, aunque también benevolente: era arremeter contra la ética y llevarlo a la cúspide de la insania reuniéndolo con el espectro recién liberado del hijo muerto.

Kenny, quien hubo de prescindir del apodo que la comunidad oscura le impuso desde los cimientos de su memoria, no se apartó de Clifford ni siquiera cuando a éste le fue arrebatado el título de honor; pero al padre aquello no podía importarle menos a sabiendas de que el hijo lo acompañaría en su estancia en el «hogar de trastornados».

El ex-detective no permitió que un alma ocupara el asiento junto al suyo en la cena de Acción de Gracias. «Aquí va Kenny», decía, e invirtió la noche parloteando acerca de sus hazañas como oficial de policía y detective, de las torpezas de Vincent Bailey-Reed que los llevaron a atraparlo, y riéndose del humor mordaz del espectro que no derivaba en ningún buen desenlace: cuando un comensal se puso de pie para pedir protección a un listado de santos y vírgenes, Kenny gritó que no invitara a más gente porque la comida no iba a alcanzar. La carcajada de Clifford Cox fue tan imprudente y estruendosa, que las enfermeras no tuvieron más remedio que llevárselo de vuelta a su habitación con el plato de comida en una bandeja, y su mayor preocupación no fue ser excluido de la cena, sino que olvidaran en la mesa el plato de Kenny.

No obstante, entre todas las pericias que Ulric Bissett se llevaría a la tumba, destacaba el saber de que si alguien más fuera consciente de la presencia de Kenny en aquella mesa, entendería que Clifford Cox nunca estuvo tan cuerdo como entonces, y por algún recóndito motivo eso era lo único que podía pensar mientras sacaba el pavo del horno en la residencia Berrycloth.

La bruja llegó del bosque por la puerta trasera. Seguía empapada por la gloria del aquelarre que minutos atrás se desintegró por extremos adversos del bosque, compuesto por las primeras tres brujas que se dispusieron a unirse a la última Berrycloth y ahora se reunían al otro extremo del río, adonde no llegaba la zona de caza.

—Las velas —observó Vita, al tiempo que él llevaba en manos la cena.

—Yo me encargo.

Ulric sacó de su bolsillo una cajetilla de cerillos. Encendió uno y contagió la mecha de la vela con la lumbre. Luego lo sopló y lo dejó caer al suelo, y la miró: su rostro iluminado por el fulgor se sentía como una cosquilla a las vísceras. Vita sonrió.

La cena dejó en evidencia una vez más las dotes culinarias maestras de Ulric Bissett, que no fueron degustadas sino hasta después de citar cada uno su parte de los agradecimientos por la fecha, en su primera vez, contrario a Vita, celebrando una tradición tan mundana como aquella.

—Quiero agradecer a mi tátara-tátara-tátara abuela —dijo ella—, por decidir que todas sus sucesoras llevarían primero el apellido Berrycloth.

Ulric dejó escapar un aliento reidor, y levantó su copa de sidra de manzana. Sintió de pronto la cicatriz en el pecho palpitándole, y se ofuscó por un instante de melancolía, pues una insufrible sensación de vacío le invadió la conciencia del linaje sabiéndose otra especie de mestizo a la que solía ser. Dijo:

—Yo quiero agradecer a la magia, a la luna y a las liebres, por eximirme en determinada medida de un destino macabro en la oscuridad.

Consumaron el brindis con el sonido cristalizado de las copas al chocar, y bastó con una mirada de connivencia para ambos transmitirse la convicción inquebrantable desde el fondo de sus corazones de que sus caminos convergieron para impregnarse tanto del contraste; para dar y recibir partes tan cruciales de sus espíritus, que acabaron contagiándose de la esencia del otro como una peste que los mantendría enfermos hasta el final de los tiempos; una peste que sólo entonces Vita Berrycloth entendió como uno de tantos menesteres trascendentales a los especímenes: la rebeldía.

FIN.

Rebel VitaWhere stories live. Discover now