5 Cruzando Europa

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Volar no era de mis cosas preferidas. Me sentía insignificante al observar desde arriba el mundo; podía ver que era redondo, podía ver mares, océanos, e islas. Volábamos sobre un mar de nubes, lejos de todo. Mi maleta marrón estaba enganchada a mi asiento izquierdo. A pesar de tener vértigo, me gustaba mirar por la ventana. Viajaba a comienzos de verano del cuarenta y cinco. Aterrizaría en el norte de España, y desde allí cogería un tren que atravesaba Europa, sin duda, aquel sería el viaje más largo de mi vida. Tal vez estuviera semanas, meses en el tren...

Desde mi despedida algo había cambiado en mí, me dejaba un pedacito en Nueva York. Nunca olvidaré todo lo vivido, ni todo lo que Katherine me enseñó. Gracias a ella, había descubierto una parte de mí que no conocía, una parte que había permanecido oculta en mi interior, una parte auténtica, así que antes de descubrir mi verdadera vocación, ya conocía otra parte de mí que no me costó demasiado asumir. Aquel beso, fue un acto de desafío y rebeldía, fue un beso prohibido, que me hizo entender que el amor no entiende de raza, ni género o edad.

El billete de avión había sido caro, pero gracias a un contacto obtuve una rebaja. La mayoría de pasajeros eran exiliados españoles que regresaban a casa después de años alejados de sus familias. También había algún que otro americano, con hermosas expectativas de la vida.

Aterrizamos tras casi diez horas de vuelo. Cuando pisé suelo español los recuerdos vinieron enseguida, me encontraba en Barcelona, pero no podía dejar de pensar en San Sebastián o en Madrid. La ciudad se estaba recomponiendo, las miradas descompuestas de las personas me atravesaban el alma como un cuchillo ¿Cuánto tiempo estuvo mi madre comiendo lentejas con gusanos? ¿Cuántos años sufrió antes de ser asesinada? ¿Moriría en paz? Reprimí adecuadamente las lágrimas que se morían por salir. Era una mujer fuerte, nadie tenía por qué saber las penurias por las que había pasado, y a pesar de ello, mi madre se había sacrificado por darme una mejor vida, de haber vivido la guerra... No podía ni imaginarme qué clase de persona sería. Probablemente estaría muerta.

Me dirigí desde el aeropuerto hasta la estación andando, necesitaba estirar las piernas. Durante esos veinte minutos logré tranquilizarme. Al llegar al andén cuatro me senté en un banco a esperar al tren. Durante el viaje pararíamos en diferentes países. Me fijé en los pasajeros, había gente de todas las nacionalidades y edades. Alemanes, suizos, árabes, ingleses, franceses... Cuando el tren llegó una familia alemana captó mi atención, era un matrimonio aparentemente feliz con dos hijos pequeños. Los niños gritaban de alegría, corrían y saltaban. Probablemente regresarían a Alemania.

Cuando entré al tren me quedé bastante alucinada, el viaje era carísimo y por un buen motivo. Aquella máquina de vapor no había reparado en gastos, grandes espacios y restaurantes; secciones con salones; sillas y mesas; simples y cómodos asientos para leer o pasar el rato; y por último las habitaciones. Luke me había ayudado a elegir el viaje, él era un periodista que había visto mucho mundo, por eso me recomendó viajar con esta compañía. Sin embargo, no tenía problema en haber transitado las vías con un tren más humilde y ligero.

—Buenos días señorita, soy el mayordomo de este vagón, estoy a su entera disposición. Si necesita algo, solamente tiene que pedírmelo —expresó en un perfecto español.

—Buscaba mi habitación.

—Enséñeme su billete.

Volver a hablar mi lengua materna se me hizo raro, después de haber estado tantos años hablando inglés, había palabras que me costaban recordar. Aunque a pesar de ello, me encantaba volver a hablarla.

Seguí al mayordomo por todos los vagones, concretamente, hasta el último.

—Aquí tiene su llave, cortesía del contacto de su amigo.

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