12 Lluvia

18 10 0
                                    




Barcelona, 1947.

Amaneció antes de lo esperado, me tranquilizaba observar a mi pequeña hermana. Dormía con la boca abierta, y la respiración pausada. Leah, Adrien y yo la acompañaríamos a probarse el vestido de boda. Dejé a Adalia descansar y comencé a arreglarme. Llevaba un vestido de color avellana, el vuelo me llegaba por debajo de las rodillas, y unos tacones negros preciosos. Me recogí el cabello en una cola alta y me dispuse a seguir con la marcha. Bajé las grandes escaleras de la mansión y pregunté al servicio dónde se encontraba la cocina. Pierre leía el periódico.

—Es demasiado pronto para que estés desayunado —comenté sorprendida.

—Los nervios... Adrien me ha dicho que Leah os acompañará, tiene negocios pendientes con Travis.

—¿Qué clase de negocios?

—Lo desconozco. Créeme —dijo con sinceridad.

La misma joven de ayer se acercó a mí.

—¿Qué desea desayunar la señorita?

—Un café solo y unas tostadas con tomate.

—Tomaré lo mismo, por favor —resonó una curiosa voz a mi espalda. Se sentó a mi lado, acortando la distancia entre su cintura y la mía. Pierre se levantó incómodo, como si supiera lo que había ocurrido entre nosotras años atrás. Yo me alejé, no me gustaban los mareos.

—Adalia es encantadora —comentó para romper el hielo.

—Lo sé. Ha invitado a una vieja amiga, estoy deseando verla —comenté con imprudencia. Quería que sintiera recelo, el mismo que yo sentía cada vez que Adrien se acercaba a ella. Aquello no era justo. Se acomodó el pelo hacia atrás y clavó sus ojos en los míos. Con ese gesto supe que tenía que salir pronto de la cocina, cuanto antes ¡Ya! Prácticamente engullí la tostada y me quemé la lengua con el café, mi infantil y adolescente comportamiento desorientó a Leah por completo.

—Voy a despertar a mi hermana, deberíamos marcharnos cuanto antes —esclarecí con justificación. Los golpetazos de mis tacones se quedaron flotando en el espacio. No estaba huyendo, solo necesitaba espacio, o eso quería creer.

Un par de horas más tarde salimos de aquella solemne mansión. Abril ganaba su fama cuando efectivamente, observamos que el cielo se hallaba cubierto por un manto grisáceo oscuro que impregnaba al ambiente un salpicado tono de misterio. La nostalgia se apoderó de mí, una muchacha del servicio nos ofreció un par de paraguas negros. Adalia abrió uno de ellos. Era enorme.

—Quédese este, cabemos las tres aquí —disertó sin importancia. Leah me echó una pícara mirada que no supe interpretar. Agarré con brusquedad el paraguas, mientras ambas se ponían a mi lado, cada una, cogiéndome un brazo. Disimular mi incomodidad no fue fácil, de nuevo sentir un simple contacto con ella hacía un descontrol absoluto de mis emociones, pero seguimos adelante, con la sonrisa de Adalia irradiando felicidad, con el chisporroteo de las gotas de lluvia caer sobre nosotras, con los pasos acortados y alargados, que esquivaban torpemente los charcos. Nos dirigíamos a la calle, donde nos aguardaba un chófer. El señor guardó el paraguas en el maletero mientras nos acomodábamos en los asientos de detrás y mi cabeza era un torbellino de emociones, como una espiral desmedida que se aterraba cada vez que no sentía duda ante aquel magnético sentimiento, me sentía tan rara... Siempre había sentido dudas en todas mis relaciones.

—Esperemos que el tiempo mejore para mañana —añadió Leah, en un intento fallido de acortar su injuriosa distancia con sus palabras. Sabía leer sus expresiones, sabía que no deseaba ningún tipo de mal ambiente entre nosotras, así que, por un instante, dejé el orgullo, la tozudez y la arrogancia de lado.

El Tren ItineranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora