22 El condado

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Llegamos al atardecer después de un largo viaje. Tanto Leah como yo nos turnábamos para conducir. Galgo durmió durante todo el camino. Nos encontrábamos en plena naturaleza, prados verdes, grandiosos árboles y un silencio casi absoluto componían el paisaje más hermoso que habían contemplado mis ojos. Resultaba un paraje de en sueño, la composición del jardín, la majestuosa mansión de piedra pulida gris. Subimos unas cuantas escaleras hasta posicionarnos en el porche, dejamos las maletas en una mesa redonda, perfecta para tomar el té. Tanto Leah como yo nos encontrábamos anonadadas, nuestras miradas se cruzaban y pululaban por todos los detalles de la casa, inscripciones, esculturas preciosas, columnas impecables... Deseaba despertarme temprano, tomar café y leer en aquel sitio. Abrimos la puerta con dificultades, ya que pesaba muchísimo. Un impoluto salón nos dio la bienvenida. Nos perdimos durante horas por toda la mansión, explorando todos los rincones. La cocina, el despacho, la biblioteca, el comedor, los dormitorios subiendo las escaleras, los baños... La cocina se encontraba escaleras abajo, tenía una puerta trasera que conducía al jardín y había un par de habitaciones pequeñas para la antigua ama de llaves y el servicio. Había una pequeña nevera abastecida y un almacén lleno de comida, la encimera era demasiado moderna, se notaba que todo había sido reformado. Los enchufes, los radiadores y una pequeña televisión te devolvían a la realidad, ya que, de no ser por esos detalles, parecía que estuviéramos en el siglo pasado.

—He puesto la calefacción para que se caliente la casa. De todas formas, hay una chimenea preciosa en el salón que podríamos poner —sugirió Leah.

—Yo la enciendo, mi madre y yo teníamos una en San Sebastián.

—¿Has visto a Galgo?

Buscamos al perro durante varios minutos, cada vez que volvíamos a recorrernos la casa descubríamos algo nuevo, alfombras, lámparas, más chimeneas, más baños, solemnes cuadros por todas partes...

—¡Aquí está! En nuestra habitación y parece que ha hecho un amigo.

Galgo se encontraba al pie de la cama, acostado en la alfombra junto a un gato negro y blanco.

—Siempre ha sido más afable con los gatos que con los de su propia especie.

—Voy a ponerles de comer, ahora bajo princesa.

Mientras Leah alimentaba a los animales conseguí encender el fuego del salón usando un par de cerillas. En menos tiempo del pensado una gran hoguera acompañaba el ambiente haciéndolo mucho más acogedor.

—Qué reconfortante mi amor... ¡Mira donde estamos! No puedo creerlo —pronunció Leah mientras se sentaba en el sofá a mi lado.

—¿Hemos cerrado las puertas con llave?

—Sí, tranquila, que estamos a salvo.

—¿Tienes hambre? ¿Cenamos? El sol casi ha desaparecido.

La iluminación de la mansión era perfecta. Deseaba pasear de nuevo y verla de día.

—Claro. Vamos.

Nos dirigimos a la cocina y en un acto reflejo le di la mano a Leah.

—Estás helada ¿Estás bien?

—Sí, ahora nos volvemos a acercar al fuego y estaré mejor.

Caminamos un buen rato hasta llegar a la cocina.

—Me encanta pasear de la mano contigo Gala, me encanta que no tengamos que preocuparnos por eso aquí...

—Nunca más, no quiero preocuparme de eso nunca más. Finjamos que va a ser así siempre, finjamos que somos libres.

El Tren ItineranteWhere stories live. Discover now