10 Vacas

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Asturias, Taramundi. Octubre de 1946.

Nunca pensé que mi destino se encontraría de nuevo en España, tenía la sensación de que me quedaría mucho tiempo en aquel escenario de leyenda. Una casa de piedra reposaba en lo alto de la colina, entremezclada con hiedra, llena de humedad, pero acogedora y preciosa. Rodeada de frondosos bosques, ríos, lagos y arroyos. En plena naturaleza salvaje me hallaba, sin encontrarme en movimiento por primera vez en mucho tiempo. Con la tierra firme bajo mis botas de cuero. Manchadas de barro y abono, sostenía un cubo de agua fresca. Me dirigía a la granja, junto a la casa. Pierre era pastor y a su vez tenía un negocio de leche. Desde nuestra llegada, nuestras vidas habían mejorado considerablemente. Adalia se sentía paz, era feliz y parte de esa felicidad se la provocaba la presencia de Pierre. Sin embargo, coincidíamos con mi amigo por las noches, ya que solamente pasaba con nosotras los fines de semana. El resto del tiempo, bajaba al pueblo, recogía el ganado de los campesinos, y desaparecía en la montaña. Su amada se había casado con un ricachón en Barcelona. No volvió a mencionar el tema. Estaba contento de nuestra presencia y ayuda. Le hacía sentirse menos solo, y yo simplemente dejaba que los días pasaran. Ordeñaba a las vacas, las peinaba, las paseaba y ayudaba a dar a luz a los terneros que señores del pueblo venían a llevarse. Yo, intentaba impedirlo, ofrecía a un precio justo las vacas enfermas y más viejas. De ese modo, las futuras generaciones podían vivir felices, libres y alimentadas. Adalia, se encargaba del transporte. Aprendió a montar a caballo tan rápido, como a hablar español, y yo apenas bajaba al pueblo. Las veces que lo hacía, era muy ocasionalmente para celebrar alguna fiesta, Pierre bebía cerveza, Adalia y yo cualquier otra bebida sin alcohol.

—Menudas frescas estáis hechas. Así que no bebéis, por no volver a caer en aquella experiencia loca que vivisteis en Berlín... —espetó mi amigo llevándose una oliva a la boca. Nos encontrábamos en una pequeña posada, ajenas a las noticias, a la política, ignorando al resto de pueblerinos. Adalia se sentó en un antiguo piano, era su ritual cada vez que veníamos aquí. No era consciente de lo rápido que pasaba el tiempo, pero me alegraba profundamente vivir con mi amigo y mi hermana.

La noche finalizó antes de lo pensado.

—Gracias por todo chicos, ha sido el mejor cumpleaños de mi vida —dijo la muchacha poniéndole ojitos a Pierre. Mientras hablaban, me ausenté al interior del bar.

—Cuanto por el piano —dije en tono desafiante y sin duda.

—Trece mil.

—¿Bromea? Le ofrezco ocho mil pesetas. Está viejo y mal cuidado, la madera llena de humedad...

—Hecho.

Unos hombres sacaron el paquete y lo colocaron en nuestro carromato. Adalia se quedó sin habla.

—Felices dieciocho, te regalaré uno mejor cuando podamos.

Se quedó unos instantes mirándome con los ojos muy abiertos. Después, me abrazó intensamente. Pierre se quedó observándonos con una mirada cálida.

—Cuando superéis vuestro alcoholismo beberemos un día como locos —expresó bromeando.

La noche se hizo paso, junto a las millones de estrellas suspendidas en el espacio. Jamás imaginé, que una mujer de ciudad como yo, se sintiera tan a gusto en este ambiente. Era verdad, echaba de menos el bullicio, los vestidos, el maquillaje, la música, el teatro, los locales... Pero aquello no me había dado la estabilidad y paz mental que ahora mismo poseía. Iba cómodamente en vaqueros, y camisa. Fumaba un par de veces al día, y una cinta recogía mi cabello. Sin darme cuenta, las cosas artificiales que antes me preocupaban, como tener bien cortadas y pintadas las uñas desaparecieron. Aquello, hizo que tuviera menos estrés encima. La recompensa de todos esos buenos sentimientos alimentaba cualquier sentimiento nómada que poseía en los genes.

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