Jēnqa (8)

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Sus manos descansaron sobre la superficie del barandal de la terraza. Cerró los ojos por un momento para sentir el viento helado en su cara y escuchar las olas desde la altura. La frescura de la mañana lo hacía sentirse tranquilo y solitario.

Las gaviotas volaban en los cielos acompañando el sonido del mar.

Ambos se habían hospedado en Rocadragón como un pedido de su madre. Ahora que Rhaenyra era la regente en Desembarco, Rocadragón se encontraba deshabitado por un tiempo, y a ella se le había ocurrido la brillante idea de que era ese sería un lugar perfecto para que el y su esposo disfrutarán de su Luna de Miel.

Aunque aquello no podía ser más que una mentira, pues Lucerys se la había pasado la mayor parte del tiempo a solas en el enorme castillo. Aemond se había mantenido alejado, entretenido entre las páginas viejas de los libros de la biblioteca principal. Incluso se había rehusado a compartir habitación.

Lucerys podía amar los castillos antiguos con historias trágicas para contar, pero no lo hacía divertido si la soledad comenzaba a ser su única amiga entre las paredes de piedra que escondían secretos históricos.

Sus dedos alcanzaron un pétalo de una rosa blanca y frotó sus dedos en ella, sintiendo la suavidad bajo sus yemas y la llevo a su nariz, disfrutando de su delicioso aroma fresco.

Bajo el sol ardiente del mediodía, Aemond sudaba y se forzaba para mantenerse en pie mientras su adversario se lanzaba hacia el. El guardia fue a pegarle una patada, pero Aemond se le adelantó y lo lanzó sobre la arena con un golpe en la espalda. El guardia dio un gemido que Lucerys alcanzó a escuchar y su vista se dirigió en el momento que Aemond se encogió de hombros. Los guardias eran una fuente de diversión para el.

Su rostro no mostraba ninguna emoción, a excepción de la concentración que necesitaba para moverse y reaccionar a la perfección. Su cabello era largo y le caía por encima de sus hombros, pero lo había atado para evitar que se enredara mientras luchaba.

Lucerys mantuvo la mirada sobre Aemond. Mirando como luchaba con una habilidad y una destreza asombrosas. Sus ojos no podían apartarse de Aemond, aunque el calor del sol lo hacía desear estar dentro, en la sombra. Sintió sus mejillas arder al verlo, a pesar de que era consciente de que no debía estar mirándolo de más. Pero ¿por qué no hacerlo? Era su esposo, era su derecho.

La brisa seguía al igual que el arduo entrenamiento de su esposo. Sus pies eran ligeros sobre la arena, y movía sus brazos con rapidez, casi como si fueran un mero reflejo de sus acciones. Lucerys se estaba poniendo cada vez más incómodo con los sentimientos que estaba experimentando.

Las veces que recordaba mirar a Aemond entrenar era cuando su hermana Alyssane lo retaba en combate. Ella no temía al enfrentarse a su tío. Y, cuando lo hacían, el final de su entrenamiento era demasiado cariñoso para soportarlo.

La boca de Lucerys se volvió áspera ante los recuerdos agridulces de Alyssane.

Trago el nudo que se había alojado en su garganta y los músculos de sus hombros se tensaron. Cada segundo que pasaba en admirar a su esposo, era un recordatorio de las risas de ambos en sus recuerdos. Su estómago se revolvió cuando recordaba lo mucho que Alyssane se mantenía sobre los labios de Aemond.

Cada vez que la recordaba sentía que estaba robándole a Aemond, que estaba robando la promesa del matrimonio, de la compañía, y en cuestión de instantes se sintió desmoronarse como las cenizas luego de un fuego ardiente.

Y ahora que ella ya no estaba Lucerys se había convertido en el puñal que había matado el corazón de Aemond.

No encontraba ni un gramo de aprecio hacia el, creía que jamás pasaría ni aunque pasen los años, ni porque lo busque en los rincones, suplicando y añorando.

The blood of duty.Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang