Mēre ampā (11)

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Una luna después.

Aemond entró al comedor y encontró a Lucerys sentado en el extremo de la mesa, desayunando unas pechugas de pollo bañado en salsa roja. Su tenedor se detuvo frente a sus labios cuando notó la presencia de su esposo en el comedor.

Lucerys no había tenido el placer de volver a verlo luego de lo que había sucedido en su habitación. Aemond prácticamente huyó de el durante una luna entera. Ahora, Lucerys no perdió el tiempo en recorrer con su mirada el cuerpo de Aemond, desde el saco de cuero negro, desabrochado, dejando al descubierto la camisa negra metida entre sus pantalones, hasta sus piernas y botas del mismo color.

Aemond apretó la mandíbula al notar la forma en como lo estaba mirando. Y, con una expresión serena, inclinó el rostro hacia un lado mirando como Lucerys dejaba el tenedor a un lado del plato. Limpió sus labios con la servilleta y le sonrió tímidamente, a pesar de haberse divertido tanto el día en que le dio el mejor orgasmo en la bañera.

Su cuerpo se tensó ante los recuerdos lujuriosos y su vista se centró en la mano de Lucerys. Esta mano, que estaba repiqueteando con sus dedos sobre la mesa de madera, con una mirada brillante, burlona y maliciosa. Aemond sintió unas tremendas ganas de ahorcarlo allí mismo.

Quería retroceder y salir de la estancia, pero no era un cobarde y enfrentaría la situación con lo poco que tenía. Tomó asiento en el extremo contrario de la larga mesa y una de las criadas se apresuraron a servirle el almuerzo. Comenzó a comer de forma lenta y perezosa sin volver a verlo otra vez. Sabía que él lo estaba mirando mientras disfrutaba de la comida, pero Aemond no se veía capaz de reconocer su presencia.

El rostro de Lucerys estaba impávido, pero sus ojos destellaban de una manera que daba a entender que estaba conteniendo una sonrisa maliciosa. Los dos guardaron silencio. El aliento entrecortado de los dos era la única señal de la incertidumbre y el agobio de la estancia.

Ninguno podía olvidar lo que se dijeron y lo que ocurrió entre ambos hace una semana atrás. Aemond aún sentía su piel vibrar al recordar las caricias de Lucerys, la forma morbosa en como lo tomó y sus... besos. Sus malditos besos estaban grabados en su cerebro. Hasta ahora, su piel se erizaba cada vez que lo recordaba y sus labios hormigueaban al recordar la intensidad en cada beso que le había robado.

Durante la semana, mantuvo su distancia de Lucerys. Pocas veces tuvieron interacciones en los pasillos o en los jardines, ni siquiera siguió el teatro de ser un caballero con su esposo a ojos de otros. Era simplemente que Aemond no deseaba ser amable con Lucerys luego de lo que hizo.

No fue vergüenza o arrepentimiento, pero el verlo a la cara solo le era un recordatorio de Alyssane. Nunca antes se había dejado tocar por alguien más que solo por ella, y al morir, se juró a sí mismo que no dejaría que nadie más lo hiciera. Pero al parecer, esa promesa murió con ella. Se sentía enojado, decepcionado, e incluso... frustrado.

No le importaba el juego de cortesía. La bonita mentira se había acabado. Era un traidor. Por eso, su odio seguía hirviendo bajo su piel. Cualquier cosa que le causara dolor. Necesitaba sentir su propia mano aplastándole la cabeza contra el suelo hasta sentir cómo se le quebraba.

Ni siquiera podía decir que lo deseaba, porque la verdad estaba más lejos de eso. Solo necesitaba un momento, una estupidez de Lucerys para poder estallar. Y por una vez, estaba dispuesto a darle esa oportunidad. Solo tenía que esperar. Y Lucerys no tardó en dársela.

-Ambos sabemos lo que se espera de nosotros, pero si continúas huyendo de mí no vamos a poder convivir y ser más volátiles entre nosotros. -Habló finalmente Lucerys, cortando con la tensión.

The blood of duty.Where stories live. Discover now