Capítulo 7

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Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra.

Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día.

Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera.

Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro lado del fuego vi una pila de leña y dos cubetas llenas de agua.

En la pared del fondo de la caverna descubrí un pesado arcón de madera oscura y un taburete bajo un nicho alargado, tallado en la roca misma a modo de estante.

Jamás había escuchado tan siquiera un chisme que mencionara que nuestros señores tenían estos refugios tan cerca del pueblo. ¿Tan cerca? No tenía idea dónde estaba. Tal vez estaba a pocos metros del castillo, o en el Bosque Rojo, o en lo alto de las montañas. El lobo había dicho que regresaría por la noche. ¿Por qué? Tenía demasiados interrogantes en la cabeza para quedarme ahí echada.

En el estante encontré un bolsón de lana lleno a rebosar. Contenía un manto grueso, un par de botas y el vestido blanco de Lirio, junto a unas bragas tan cortas que no debían cubrir los muslos en absoluto, confeccionadas en el mismo lino del vestido. Seguramente habían venido en el atado que trajera mi padre, y peleando con Tea por el vestido, no las había advertido. También hallé pan, queso y un cuchillo. Y a su lado vi uno de los potes de cerámica en los que Tea guardaba sus ungüentos.

Mientras me vestía y comía, me entretuve tejiendo conjeturas sobre lo que sucediera, de las más racionales a las más fantásticas. Y resultaron no ser muy distintas. Era evidente que alguien me había encontrado inconsciente y lastimada, y a juzgar por dónde y cómo había terminado, ese alguien había sido un lobo.

Me ruboricé, avergonzada de solo pensar que uno de los señores del Valle, aunque se tratara del último Omega de la manada, se hubiera tomado tantas molestias por salvarme y cuidarme. Porque eso incluía haberme lavado y vendado. Sí, por supuesto. No que hubiera sido la primera mujer que un lobo viera desnuda. Eso no cambiaba que era la primera vez que nadie, con excepción de Tea, me veía desnuda a mí.

Se cerraba la noche, y cortaba un poco más de pan y queso sobre el estante, de espaldas al fuego, cuando escuché un rumor a la entrada de la cueva. Nerviosa como estaba, me volví sin detenerme a pensarlo. El cuchillo resbaló entre mis dedos y caí de rodillas ante el lobo que apareciera allí de la nada. Un enorme lobo negro de ojos dorados que gruñía amenazante.

No me atreví a moverme, temblando de pies a cabeza. Lo oí acercarse hasta el fuego, y la tira de mi vestido viejo aterrizó en el suelo frente a mí. Me apresuré a cubrirme los ojos. Lo escuché volver a gruñir, y caí en la cuenta de que estaba entre él y el arcón en el que guardaba su ropa. Me puse de pie con rapidez, apartándome a tientas hasta que toqué la pared y allí me quedé, de cara a la piedra.

El lobo se detuvo al pasar a mi lado y lo oí olerme la falda. El gruñido gutural que emitió no podía augurar nada bueno. Se apartó hacia el fondo de la caverna. Me tapé los oídos por pudor, sabiendo que se transformaría allí mismo, a pocos pasos. Pasaron varios minutos eternos, y di un respingo al sentir dos manos tibias y fuertes que apartaban las mías de mis oídos.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now