Capítulo 20

157 21 5
                                    

Me quité la cinta negra enjugando mis lágrimas, sus últimas palabras todavía resonando en mis oídos.

—Si Dios quiere, regresaré mañana por la noche.

Serían dos largos días. No tanto por su ausencia, sino porque no tendría forma de saber si estaba bien. Aunque nunca había visto las batallas que tenían lugar en la pradera, ni siquiera de lejos, ayudar a Tea a atender las heridas de los fugitivos sobrevivientes bastaba para darme una idea de lo brutales que debían ser.

Jamás había dudado de la fuerza y la pericia de los lobos, pero esta batalla estaría teñida por el miedo de que algo malo le sucediera a él, el único lobo del Valle que me importaba.

Una vez más, opté por mantenerme ocupada para distraerme. Limpié hasta el último rincón de la cueva, lavé toda mi ropa y la de él, recogí agua, y agujas de pino como para hacer dos o tres jergones.

La princesa me había traído un hacha corta, de modo que me dirigí al bosque. Había un árbol caído cerca de la cornisa que me proveería cuanta leña precisaba, y el ejercicio me ayudaría a desahogar mis temores y mi ansiedad.

Pronto tenía una bonita pila a los pies de la cornisa, que podría llevar a la cueva en atados en varios viajes. Regresaba a recoger la última brazada cuando oí cascos que se acercaban desde el sur. Pronto aparecieron los dos jinetes, jóvenes y sonrientes como los hijos de la princesa, aunque resultaba imposible estar segura de que fueran ellos.

Confirmé que eran ellos cuando me saludaron con sus maneras despreocupadas, y uno de ellos se apeó para venir a mi encuentro con una alforja al hombro. El otro se despidió con un gesto, marchándose con el otro caballo de la brida. Incliné la cabeza en señal de respeto.

—Hola, Risa —dijo el lobo, trepando a la cornisa con agilidad—. Permíteme ayudarte.

—No es necesario, mi señor.

—Brenan, por favor.

Tomó la leña de mis brazos y me indicó que lo precediera hacia la cueva.

—¡Vaya que se ve bien! —exclamó al entrar—. Y huele aún mejor. —Dejó la leña en la pila contra la pared y se quitó la alforja con un guiño—. Traje la cena.

—Te enviaron a cuidarme, ¿verdad, mi señor? No era necesario.

—Brenan. Claro que es necesario. En esta época del año, los leones bajan de la montaña tan hambrientos que no respetan los territorios de otros predadores. Si pasaras la noche sola, despertarías con uno o dos aquí dentro, listos para desayunarte.

Aquella velada fue una experiencia completamente distinta a cuanto viviera desde que despertara en la cueva por primera vez. En realidad, fue distinta a cuanto hubiera vivido jamás. Brenan era jovial y poco afecto a las formalidades. Me trataba de igual a igual, e hizo cuanto podía para que me sintiera a gusto con él.

Había traído dos conejos, y pusimos uno a asar de inmediato. La noche nos halló conversando mientras yo preparaba otro jergón para él a pesar de sus protestas.

Recién cuando nos sentamos a cenar me atreví a preguntarle por la batalla que tal vez ya estuviera desarrollándose en la pradera. Meneó la cabeza, restándole importancia.

—Es un triste hábito más que un verdadero acto de guerra —respondió girando el espetón—. Los parias aprovechan los meses fríos para moverse con más libertad, y nosotros permanecemos a la defensiva hasta el verano.

—¿Por qué, mi señor? —Vi la mirada que me dirigía y me ruboricé—. Perdón, Brenan. ¿Es porque hay más horas de oscuridad durante el invierno?

—No. A los parias no los mata la luz diurna como creen los humanos, sino el calor. Son como lagartijas: rastreros y de sangre fría.

Mi sorpresa le causó gracia, y se explayó sobre el tema, dejándome boquiabierta con sus revelaciones.

—Expanden su territorio durante el invierno tanto como pueden, y tanto como se lo permitimos. Cuando sube la temperatura, dejan guarniciones humanas con unos pocos oficiales de su raza al mando, y la mayoría se retira hacia sus plazas fuertes en el norte profundo, donde el clima se mantiene fresco y tormentoso. Entonces nosotros aprovechamos para hacerlos retroceder. Si es un buen verano, recuperamos el territorio que ganaron y liberamos las aldeas ocupadas, intentando prepararlas para que resistan el invierno siguiente.

Entonces me contó sobre las manadas al otro lado de las montañas, hacia el este y el oeste, con las que los lobos del Valle se reunían para las ofensivas de verano. Los senderos eran guardados por un monasterio al oeste y un convento al este.

Decidí tentar mi suerte y regresar la conversación al tema que me preocupaba.

—¿Tú eres aún demasiado joven para participar en la lucha? ¿Por eso te enviaron a cuidarme?

Meneó la cabeza con una mueca, tocándose un costado.

—Hace años que participo, pero resulté herido en la última escaramuza. Sólo quienes están en óptimas condiciones físicas pueden sumarse a la defensa.

—Es comprensible —tercié—. No tiene sentido arriesgarte a que te maten en batalla por no esperar a estar completamente recuperado.

—¿Matar? Los parias no matan lobos en el campo de batalla —replicó en un gruñido—. Nos capturan y nos mantienen con vida tanto como pueden.

—¿Vivos? ¿Para qué? ¿Para extraerles información?

—Para alimentarse de nosotros. Dicen que la sangre de lobo los hace más fuertes.

Me envaré al escucharlo. Sus palabras acababan de agregar un nivel inesperado de miedo a mi espera. Advirtió mi expresión y me palmeó el hombro sonriendo.

—No temas, Risa. Tu guardián es un excelente guerrero. Jamás se dejaría capturar, y regresará en un día o dos sin un rasguño.

Asentí intentando devolverle la sonrisa.

Esa noche me costó dormir. Cada vez que cerraba los ojos, se me llenaba la cabeza de imágenes de lucha y matanza. Logré conciliar el sueño poco antes del amanecer, un sueño ligero, intranquilo, del que desperté varias veces sobresaltada. Hasta que una mano en mi hombro me hizo sentarme de un salto, agitada. Brenan me tendía un cuenco humeante con una breve sonrisa.

—Lo siento. No debería haberte hablado de eso anoche —terció.

—Gracias —murmuré aceptando el té.

—Cuesta recordar que es tu compañero —agregó, sentándose junto a mí frente al fuego con su cuenco—. Ya sabes, siendo humana y todo eso.

—No ocurre a menudo, ¿verdad?

—¿A menudo? —rió—. ¡Creo que la última vez que ocurrió fue hace cuatro generaciones!

—Oh...

—Estaba pensando —dijo, sin darme oportunidad de hacer más preguntas—. Te falta una mesa. ¿Qué te parece si hacemos una? Y tal vez podríamos improvisar un taburete más.

—Sería fantástico, gracias.

Con esa excusa, Brenan salió después del desayuno. Había traído un hacha grande, y poco después regresaba cargando parte de un tronco, de casi un metro de alto y otro tanto de ancho, como si trajera un manojo de hierba. Lo depositó cerca de la entrada de la cueva y volvió a salir, para traer otro tocón más corto. Mientras yo limpiaba, se sentó en la cornisa a desbastarlos con mi hacha pequeña. Y era tan hábil, que los dejó como si hubiera usado una garlopa para emparejar la superficie.

Los probamos ese mismo mediodía, para almorzar. El más ancho y alto, cubierto con un paño, era una mesa perfecta, en tanto el otro servía de maravillas como taburete.

Por la tarde salimos juntos, porque él quería reponer la leña que utilizáramos la noche anterior mientras yo recogía agua. Me reuní con él cerca de la cornisa, y husmeábamos alrededor como verdaderos cachorros, en busca de arándanos, cuando lo vi erguirse y volverse hacia el sur. Lo imité conteniendo el aliento.

El Valle de los LobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora