Capítulo 25

194 18 6
                                    

No sabía si alegrarme o lamentar que el invierno resultara más breve que en años anteriores. La nieve se marchó al norte a fines de febrero, y a principios de marzo todo el bosque se veía como si ya hubiera comenzado la primavera.

El brazo del lobo estaba sanando bien, y desde la última escaramuza, pasaba conmigo tres o cuatro días seguidos. Aunque su lesión lo mantenía alejado de los enfrentamientos en la pradera, esa mañana un cuervo había traído un mensaje de la princesa para él:

—Castillo. Urgente.

De modo que había tenido que marcharse, a pesar de que había llegado sólo el día anterior, prometiendo regresar tan pronto pudiera. Lo echaba en falta como alma en pena cuando no estaba conmigo, pero su ausencia me permitiría ocuparme de los pequeños quehaceres cotidianos que su presencia dejaba en suspenso.

La temperatura me permitió apagar el fuego apenas el sol subió un poco, dándome oportunidad de limpiar bien toda la cueva, incluidas las cenizas de la fogata. Lavé la ropa de ambos, renové el jergón, saqué las mantas para que se orearan y le di una buena paliza al oso, que por suerte seguía demasiado muerto para defenderse.

Un cuervo llegó a la cueva mientras almorzaba, y su imitación de la voz del lobo me hizo sonreír enternecida.

—Hoy. Cena.

Le agradecí el mensaje con trocitos de la carne fría que estaba comiendo, que le arrojé cada vez más cerca de mis pies. Hasta que acabó muy encaramado a la mesa, comiendo conmigo.

Por la tarde bajé al bosque por leña. Salía de la cueva cuando oí el aleteo del cuervo, que vino a posarse en mi hombro con inesperada familiaridad. Pronto remontó vuelo, aunque no lo vi alejarse hacia el sur.

Como hacía desde que tenía el hacha, busqué un árbol caído y corté ramas delgadas y medianas hasta reunir lo necesario para al menos tres días. Una vez que hubiera transportado todo a la cueva, me sentaría en la entrada a cortar las ramas del largo adecuado para que entraran en el círculo de piedras que rodeaba el fuego.

Regresaba en busca de la última brazada cuando oí ruidos en la vegetación de la escarpada ladera a mis espaldas, donde sólo crecían árboles achaparrados y espesos arbustos. Me volví sorprendida, porque no había senderos allí, y tuve un atisbo de la silueta ágil y clara que se agazapaba tras un matorral, unos cinco metros por encima de la cornisa. Un escalofrío de terror corrió por mi espalda: ¡un león de la montaña!

Comencé a retroceder hacia los árboles, los ojos fijos en el matorral. Los leones no atacaban humanos a menos que pudieran tomarlos por sorpresa, y tenía la vaga esperanza de que verse descubierto demoraría su ataque. Solté a tientas la presilla del cinto que sujetaba el hacha y la empuñé. No me hizo sentir más segura o protegida. En absoluto.

El matorral se agitó y vi que el león saltaba por encima con un rugido que me heló la sangre, precipitándose ladera abajo. No me detuve a pensar qué hacía: di media vuelta y huí a todo correr. Llegué a lo que quedaba de leña junto al árbol caído antes de que me alcanzara. Sólo tuve tiempo de armarme con la rama más larga que había cortado y aplastarme de espaldas contra un árbol con mis dos pobres armas.

El león se detuvo al ver que volvía a enfrentarlo. Intenté golpearlo con la rama y retrocedió lanzando un zarpazo. Bien, al menos la rama que escogiera era más larga que sus patas. El felino comenzó a pasearse delante de mí, rugiendo y golpeándose los flancos con la cola durante varios minutos eternos, hasta que volvió a atacar. Tendí la rama hacia adelante para contenerlo e intenté golpearlo con el hacha, pero retrocedió con agilidad.

Entonces escuché un aleteo entre las ramas de un árbol vecino. Alcé la vista un instante y vi allí al cuervo. El predador intentó aprovechar mi distracción, pero volví a bajar la vista a tiempo para rechazarlo de nuevo.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now