Capítulo 17

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Odiaba que se me llenaran los ojos de lágrimas a cada cosa que hacía o decía, pero no podía evitarlo. Hallé su pecho y apoyé en él mis manos. Sentir los latidos de su corazón era lo más tranquilizador que sintiera jamás. Me rodeó una vez más con sus brazos, dándome oportunidad de rehacerme, hasta que me obligué a alzar la cara hacia él.

—Si haces los primeros cortes con el cuchillo, yo puedo despellejarlo —dije.

Nunca había despellejado un conejo a ciegas, y me costó una buena dosis de tirones y gruñidos. Pero escucharlo reír por lo bajo de mis esfuerzos hizo que valiera la pena. Mientras yo luchaba con obstinación con el grueso pellejo, el lobo salió un momento acomodó el caldero entre las brasas, directamente bajo el espetón donde asó el conejo, para que el jugo y la grasa que goteaban le dieran más cuerpo al guiso de verduras.

Cuando la cena estuvo cocinándose, se sentó conmigo frente al fuego. Apoyó un dado de queso contra mis labios y lo comí sin vacilar. Estaba hambrienta.

—¿Sabes? —terció pensativo—. Cuando tu amiga nos dijo tu nombre, creí que se trataba de una broma de mal gusto.

No era el único. En más de una ocasión había pensado lo mismo. ¿Por qué alguien con una vida tan miserable como la mía tenía que llamarse precisamente Risa? Pero sabía qué había empujado a mi padre a elegirlo: la risa de mi madre era lo que más había amado de ella. El lobo me dio otro bocado de queso.

—Hasta esta tarde —agregó con acento cálido—. Cuando te vi reír por primera vez. Eres hermosa cuando ríes.

Hundí la cabeza entre los hombros, avergonzada, y soltó uno de sus siseos divertidos.

—Nunca había visto a un humano atreverse a actuar con un lobo como tú conmigo esta tarde —dijo.

Acepté otro dado de queso. El olor de la comida me hacía agua la boca.

—Porque eras tú —respondí.

—¿Entonces por qué ahora te encoges como un ardilla asustada cada vez que te toco o te hablo?

—Porque eres tú —murmuré, reconociendo la contradicción.

—Sí, imagino que no estás habituada a confiar en nadie con forma humana —asintió acariciándome el pelo.

—Lo siento.

—Por Dios, mi pequeña, deja de disculparte constantemente —rió—. Puedo oler tu temor a hacerme enfadar, pero ya te dije las dos únicas cosas que podrían disgustarme.

—Que intente huir de ti o que intente verte antes de tiempo —respondí en voz baja.

Su dedo se deslizó bajo mi mentón, haciéndome alzar la cara hacia él para besarme. Me sujetó los costados sin separar sus labios de los míos y me sentó a horcajadas sobre él. Le eché los brazos al cuello sin vacilar. Hundió su nariz en el hueco de mi cuello, oliendo mi piel. Enredé los dedos en su cabello corto, tan sedoso como su pelambre de lobo.

—Comamos, por favor —dijo, sus bigotes haciéndome cosquillas—. Porque si sigo tocándote, no podré detenerme antes que el conejo esté hecho un carbón.

Cenamos allí mismo, sentados lado a lado frente al fuego. El conejo sabía delicioso, y lo comimos sin sacarlo del espetón. Casi no hablamos, demasiado ocupados en calmar nuestro apetito.

El lobo reía por lo bajo al verme hincar los dientes en la pata que puso entre mis manos, desgarrando la carne en tiras como una verdadera salvaje. Luego dimos buena cuenta de la verdura, que nunca me había sabido tan sabrosa, bien sazonada y con rastros del gusto del conejo. Hasta tomamos el agua del guiso a modo de caldo. Cuando terminamos, me tendió el cuenco de arándanos y se ocupó de sacar a la cornisa cuanto ensuciáramos para comer, incluido el espetón con el esqueleto del conejo.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now