Capítulo 2

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—¿La mató? —mi voz sale apenas en un susurro, presa de la incredulidad.

—Tomasa, déjanos solas. —La voz de la Tía Mar me sorprende nuevamente. Está en el umbral de la puerta que da a los pasillos internos de la casa, con su copa de champán vacía y una mirada muy seria.

No sé en qué momento ha llegado, la Tía Mar logra superar todos mis sentidos.

Vicenta espera a que la otra muchacha se retire y me ayuda a sentarme en una silla. Me dejo hacer, todavía entumecida por la noticia que acabo de recibir. Martirio se sienta enfrente mío. Sin que tenga que decir una palabra, Vicenta abre la heladera, saca la botella de champán y rellena su copa.

Las burbujas doradas parecen bullir en mi interior, un nerviosismo efervescente me sacude.

—¿Cómo sucedió?

Mi tía cruza una mirada silenciosa con Vicenta y es ésta la que habla, mientras mi tía juega con la copa sobre la mesa, pensativa y mi nana retoma lo que estaba haciendo, tomando el gran cuchillo para picar verduras.

—Dicen las malas lenguas que Don Federico prendió fuego el establo de los Galván para matar a Luisina, mi niña.

—Y las buenas lenguas, ¿qué dicen esas?

—Que prendió fuego el establo y no sabía que la muchacha estaba dentro.

Respiro con dificultad. Todas las opciones son horribles.

—Pero, ¿porqué haría eso? Iban a casarse. Luisina era la joya del pueblo, heredera de la más próspera hacienda de la región —pregunto confundida, —además, él trabajaba en La Serena, ¿verdad? ¿Por qué querría prenderla fuego?

No puedo continuar hablando, agradezco que Vicenta me traiga un vaso de agua, porque aunque estoy llena de preguntas, no consigo ponerlas en orden.

—Bebe un poco, mi niña. Estás pálida.

—¿Por qué nunca supe nada de todo esto? —Tal vez sea ése el interrogante que más me molesta. —¿Tía? —no sé porqué se ha quedado callada en la mesa, pero su silencio no hace más que aumentar mi inquietud.

—Es mejor no saber algunas cosas, dulce.

—No ver, no saber. Pues mejor mañana voy y me acuesto a morir al lado de la tumba de mi madre. —Me cruzo de brazos, indignada.

—Cuánto drama, hija, si total solo quieres el resumen de diez años de chusmeríos de pueblo. No hay libro que pueda documentar tanto.

—Claro que no pretendo éso. Pero no tiene sentido que nadie me haya dicho nunca nada sobre el tema, en cierta forma, me correspondía.

—Fue hace mucho tiempo ya —Vicenta intenta explicarme—, acababas de irte. Tu madre nos prohibió contártelo en aquel entonces.

—Recuerda, Cristina —Martirio puntualiza—, no querías saber nada de Federico Rivero o de la hacienda.

—¿Dices que Federico prendió fuego el establo de La Serena? —vuelvo a preguntar, como si no diera crédito a la historia que acaban de contarme.

—Eso es lo que se dice, sí —Vicenta afirma—. Nunca pudo probarse, aunque él nunca lo ha desmentido —agrega, al ver mi expresión confundida, y resume su tarea de cortar verduras—. Lo metieron preso unos días. Salió bajo fianza y luego no encontraron suficientes pruebas para condenarlo.

—Vicenta. —Martirio le dedica una mirada de advertencia. —No tiene caso que la atormentes con aquello. Olvídalo, Cristina. Solo es un rumor de pueblo.

—¿Cómo terminó trabajando aquí? —insisto, sin hacerle caso, aún no consigo saciar mi curiosidad sobre el tema.

—Ay mi niña... ¿por qué haces tantas preguntas? Ya ha pasado tanto tiempo de aquello, la pobre Luisina Galván lleva diez años bajo tierra.

Ojos que no venWhere stories live. Discover now