Capítulo 14

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"Porque en la cena, le puse un somnífero a su bebida."


Mi mente repite un par de veces lo que Federico acaba de decirme como si no estuviera segura de haberlo comprendido.

—¿Qué has dicho?

—Intuyo que tu marido duerme, irónicamente, como un ángel —insiste, mientras yo solamente respiro.

Me paro en seco, espabilada súbitamente por la comprensión de los acontecimientos próximos a sucederse.

Es de madrugada, nadie más que mi marido podría venir en mi búsqueda para rescatarme de hacer aquello que en verdad deseo, pero que a todas luces, no debería.

Como él no está disponible, posiblemente, ni la mala suerte sería capaz de interrumpir mi desbarranco con Federico Rivero. Así que, en lo que dura un segundo, pienso todo dos veces.

Es decir, en este momento, solo estoy sometida a mi propio juicio, que a su vez está sometido a la debilidad y la febrilidad, producto del alcohol y la exagerada sensualidad de un hombre.

No es justo tener que ser juiciosa cuando una está siendo devorada a besos.

Al menos, es importante tener conciencia de que una va a equivocarse a propósito.

Saber que solo mi fuerza de voluntad me separa de acostarme con Federico es un espabilante muy fuerte. Su sentido del decoro y la moral como alternativa están descartados, desde el momento en que ha decidido, y en pleno uso de sus facultades mentales, drogar a mi marido.

—Eso... no está bien —murmuro, con voz pastosa, ignorando las manos masculinas que aferran a la vez mi glúteo derecho y uno de mis senos, sin aparentes intenciones de soltarlos.

—Por supuesto que no está bien. Si estuviera bien, no existiría ningún marido. Y cuando algo no está bien, todas las medidas son válidas para corregirlo.

—No estoy segura de que así sea cómo funciona el mundo.

—¿Lo amas? —la pregunta me toma por sorpresa.

—No voy a contestar éso —me indigno, arrebolada y encendida.

—¿Finges orgullo mientras mi erección se presiona con tu pierna? Estás semidesnuda, en mi habitación, Cristina.

—No he venido por mi propia cuenta.

—Está bien —concede, mientras reubica con sumo cuidado el bretel caído sobre mi hombro y retrocede un paso, alejándose. La suave seda roza mi pezón, produciéndome un escalofrío y el camisón cae del todo, volviendo a cubrir el principio de mis piernas.

¿Qué?

No estaba preparada mentalmente para ésto. ¿Es normal que me resista a Federico Rivero, pero también me indigne si me suelta?

Ser una gata flora de libro de texto me hace doler las costillas. Sospecho que ahí se aloja la buena concepción de una misma, la mía, en este momento, se retuerce de manera dolorosa.

—¿Está... bien? —repito.

—Ve tranquila... si no estás interesada.

No me muevo.

—O dime algo que me contente —se cruza de brazos, sombrío, y quisiera reír de verlo tan serio, ostentando una erección tan elocuente, pero me contengo.

—No me sé ningún chiste.

Reconozco que no soy una entendida en la materia de hacer conversación previo mantener un affaire con un ranchero.

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora