Capítulo 12

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—¿Usufructo? —pregunto, completamente en shock.

—Es cómo se lo he explicado, su madre le ha dejado al completo su parte de la hacienda, que representa el 60% de la propiedad total, pero es Federico Rivero quién tiene el usufructo de la misma, hasta su fallecimiento.

—Eso... eso es una locura —murmuro, por segunda, o tercera vez.

—Mi hermana nunca haría eso —Martirio agrega, sentada al lado mío, aferrando mis hombros.

—Severiano, ¿de qué se trata esto? —Alejandro está de pie, dando vueltas en el lugar —Y tú —increpa a Federico —tú lo sabías.

—¿Yo? —Federico sigue tranquilo, recostado en la pared, fumando un cigarro con satisfacción exagerada. —Para nada, me estoy enterando con todos ustedes.

Mi padre se pone en pie finalmente, no ha emitido una sola palabra. El notario ha leído un documento muy breve, en el que estaba asentada la última voluntad de mi madre: Un terreno en el extranjero, herencia de sus padres, pasa a ser propiedad de mi tía y su parte de la hacienda al completo para mí, aunque no puedo disponer de ella.

—Feliciano, ¿lo has comprobado todo?

—Sí, Severiano, el documento es legal. Está todo en regla.

Mi padre voltea a mirar a Federico, inclinando su cabeza, curioso.

—Buena jugada... confieso que no me la vi venir.

—Severiano, no puedes aceptar esto sin más —Alejandro no da crédito de lo que oye. —Es evidente que es una estafa de algún tipo. La hacienda es herencia de Cristina.

—Cómo lloras, Alejandro... —Federico se burla—, y yo que pensé que tenías una casa hecha de lingotes de oro.

—No se trata de dinero, ranchero. Mi mujer tiene un vínculo sentimental con la casa de su familia, pero tú no podrías comprender aquello, dudo que hayas tenido un lugar al que llamar hogar.

—Alejandro, por favor —me pongo en pie, tragando saliva, el semblante de Federico ha mutado en una máscara terrible y sé que las palabras de mi marido lo han lastimado en dónde es más vulnerable.

—Cristina, ¿no irás a defender a este hombre?

—Es la voluntad de mi madre. ¿Qué puede hacerse? No quiero saber más.

Busco la pared, nublada, en un intento por huir de la oficina de mi padre, donde los hombres se desbarrancan en una discusión fútil.

Alejandro se adelanta para acompañarme hasta la puerta, donde me toma del brazo y me susurra al oído: —No vuelvas a callarme delante de ese hombre, Cristina.

Me deslizo de su brazo y Martirio me acompaña fuera, hacia el pasillo. Voy a avanzar hacia el comedor, pero mi tía me detiene y me hace un gesto de silencio. La puerta de la oficina ha quedado entreabierta y podemos oír un poco de la conversación que se desarrolla.

Martirio se inclina para susurrarme: —Salvo el servicio y Willy, todos están dentro de la oficina, no podemos ser descubiertas, hay que aprovechar.

—Está bien —le hablo en el mismo tono—, tú monta guardia, solo me preocupa que venga Raquela.

Asiente y se queda mirando hacia el pasillo, aunque posiblemente escucha lo mismo que yo, los hombres mantienen un tono de voz elevado.

Me inclino lo máximo que puedo sobre la puerta de madera, las voces se oyen claras y enfáticas.

—No me explico cuáles son tus intenciones, Federico —mi padre resopla, indignado —siempre te he dado un lugar privilegiado en la hacienda. Después de mí, siempre has sido la segunda autoridad. No necesitabas apuñalarme por la espalda por tener de ley un beneficio que ya estás gozando.

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora