Capítulo 5- Miedo al cambio

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Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo.... del miedo al cambio.

Octavio Paz.

—Todavía estoy esperando una disculpa por su parte, Jane —comentó Arthur Wellesley a media tarde, después de que Jane lo ayudara a colocar su pierna sobre el taburete, le sirviera la comida en una bandeja y le cambiara la vendas de sus heridas. 

Durante esos momentos, no se intercambiaron muchas palabras. Estaba claro que Jane no tenía intención de iniciar conversación alguna. Por su parte, el Duque se hallaba absorto en responder las misivas que sus conocidos le habían enviado, ya fuera mostrando preocupación por su salud o, en algunos casos, burlándose de su situación.

—Sé que está disfrutando con esta humillación, Su Excelencia. Pero si espera que me disculpe por haber sido usted el que organizó un duelo ilegal y el que tiró los huevos de mis señores por su conducción temeraria, puede ir preparando ese látigo con el que amenaza con azotarme. 

—Debo asegurarle, Jane, que nada desearía más que darle unos merecidos azotes —dijo él con tono gélido, dejando un sobre a un lado en la mesa auxiliar mientras sostenía la carta entre sus dedos con expresión agria. «Charles Hallifax», leyó ella en el remitente desde su posición en el rincón del salón, y comprendió por qué de repente el Duque de Wellington había recordado lo mucho que la odiaba—. ¡Maldición! —blasfemó él, tirando la carta sobre el sobre y Jane pudo ver como cada pelo de Su Excelencia se erizaba. 

—Su Excelencia, no debería alterarse —le recordó ella, no por su preocupación hacia el estado de salud de ese egocéntrico déspota, sino para evitar que su convalecencia se alargara más de lo necesario, arrastrándola a ella a quedarse más tiempo allí, soportándolo.

—Es una invitación a la boda, se casan este sábado. 

Era martes, un día después del duelo que tuvo lugar entre esos dos hombres.

—No sabía que los hombres como usted pudieran preocuparse tanto por una mujer —comentó ella, sin pensarlo demasiado. 

Arthur se giró y la miró con evidente tensión en su cara. —¿Cómo dice?

—Lo siento, Su Excelencia. 

—No, por favor, necesito los juicios y consejos de una simple sirvienta de rango inferior como usted, venga aquí delante. 

Jane se mordió la lengua, no debería haberla movido con tanta soltura un minuto antes, pero ya era tarde. 

La doncella obedeció con pasos firmes y se detuvo a un metro por delante de su sillón. Arthur volvió a maravillarse con su mirada de color bronce, pero su irritación era mayor que cualquier pensamiento positivo que pudiera albergar hacia esa «joven de cabeza hueca». —¿Y bien? —inquirió él con brusquedad—. ¿Qué tiene que decir? Dígalo, alto y claro. ¿Qué ha querido decir? ¿Cómo yo?

—Un libertino —dijo ella, de nuevo sintiendo como la lengua se le movía sola. No debería perderse en una discusión con ese hombre, pero era demasiado odioso como para seguir tolerándolo. Casi prefería los azotes y que la devolviera con sus secuestradores. 

—Le he dicho que no está aquí para reflexionar, sino para servir. Si necesito algo, haré sonar la campanilla —Arthur agarró con disgusto la campanilla que estaba sobre la mesa auxiliar de madera de sauce y la sacudió con cierta brusquedad—. Pero ya que está tan dispuesta, ¿qué puede saber una doncella de los libertinos? ¿Y cómo ha llegado usted a la conclusión de que yo soy uno de ellos?

El Diario de una DoncellaDär berättelser lever. Upptäck nu