Capítulo 11- Ni el bueno es tan bueno, ni el malo es tan malo

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Con frecuencia nos avergonzaríamos de nuestras más hermosas acciones, si el mundo supiera todos los motivos que las producen.

François de La Rochefoucauld

¿Le había dado la espalda en mitad de los jardines? Sí, así fue. ¿Una modesta criada se había atrevido a abandonarlo cuando su deber era acompañarlo? Sí, eso había sucedido. ¿Estaba él molesto? No. ¿Planeaba tomar represalias? En absoluto.

La precipitada huida de Jane no hacía más que evidenciar su ingenuidad. Era la prueba de que no era una mujer acostumbrada a actuar de manera similar o dispuesta a hacerlo fácilmente. Y, por supuesto, no existía hombre en el mundo, al menos ninguno que no fuera un pervertido o un trastornado, al que no le agradara la inocencia de una joven. Jane había actuado como toda muchacha de su edad lo hubiera hecho, más allá de su posición como doncella o sus obligaciones laborales. 

Por otro lado, nunca se permitía sentirse culpable por lo que hacía. Se enorgullecía de no tener corazón. De no tener conciencia. Había pasado muchísimos años labrándose su reputación. Jane solo era una mujer deseable de tantas. Y él había actuado en consecuencia. Claro que, de ahora en adelante, intentaría no hacerla sentir humillada. Pues, al parecer, Jane, debajo de todas esas muecas serias y su fuerte carácter, se sentía poco agraciada y poco merecedora de las atenciones de un caballero. Ella estaba segura de que el único motivo que podía impulsarlo a seducirla, era por venganza o diversión. 

Y no era así. Quizás un poco por diversión, sí eso sí. Pero realmente era una mujer deseable. 

De cualquier manera, lo acontecido ya estaba consumado. Y él ahora tenía otras cosas en mente; como por ejemplo, el hecho de tener todo el cuerpo consumiéndolo lentamente. Había sido una temeridad salir a los jardines y esforzarse tanto para subir y bajar la gran escalinata. Todo hubiera sido mejor si hubiera aceptado la ayuda de un par de lacayos, pero ningún caballero que preciara su dignidad hubiera permitido que lo cargaran como una dama en apuros. 

El asunto era que ahora se encontraba solo, en la biblioteca, con el brazo herido de bala afligiéndolo bajo las vendas que necesitaban ser cambiadas, y su pierna entablillada lo molestaba continuamente, ansiosa por recibir unos reconfortantes masajes. Debía reconocer que intentar seducir a la única persona que lo cuidaba era una de las peores ideas que había tenido. Y no quería que su ayudante de cámara, ese viejo rechoncho y bigotudo, ocupara el lugar de Jane. Necesitaba las manitas de ella, su delicadeza y su saber hacer.

¿Le duraría mucho el azoramiento? Ah, qué caray. Era casi la hora de la comida y no comería si seguía con esos dolores. 

—¿Puedo pasar, Su Excelencia? —oyó la voz seca de Jane tras unos golpecitos en la puerta. 

—No puede, debe hacerlo. ¿Cuánto tiempo pretende hacerme esperar con las vendas por cambiar? —replicó él, con una mezcla de mal humor y alivio.

—Siento el retraso, Su Excelencia.

Arthur arqueó una ceja oscura y la examinó de arriba a abajo. La situación le recordó al primer día en que Jane comenzó a trabajar para él. Sus palabras eran apropiadas, pero su mirada y sus gestos destilaban desafío. Estaba claramente molesta, eso resultaba evidente. Aunque también podía percibir un deje de temor en su mirada, como si temiera alguna consecuencia por lo sucedido. 

Si de algo estaba orgullosa Jane, era de no ser una cobarde. Aunque lo hubiera sido por unos momentos esa misma mañana y a pesar de haber salido corriendo de los jardines. Por eso se había atrevido a ir a la biblioteca y cumplir con su deber. A pesar de tener todavía, en su corazón y en su cuerpo, la agitación de lo ocurrido apenas una hora antes. De hecho, se había visto obligada a realizar unas respiraciones bastante largas y profundas antes de tocar a la puerta de la biblioteca. Fuera cual fuera la reacción del Duque después de su intento fallido de darle un beso, ella la aceptaría con estoicismo. 

El Diario de una DoncellaWhere stories live. Discover now