Capítulo siete: Fuego del infierno

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Cuando mi actuación concluyó, observé con desconcierto cómo su semblante permanecía impávido, perdido en la vastedad del vacío. Resultaba inconcebible que, tras el caos meticulosamente urdido, él mantuviera esa expresión inalterable. Una mezcla de indignación y perplejidad me embargó. ¿Para qué había desplegado todo ese esfuerzo? El maldito seguía anclado en su estado catatónico, como si mis acciones no hubieran causado ni el más mínimo atisbo de turbación en su alma. Y ni hablar del desastre que había dejado a mi paso; la habitación era un cuadro de caos indescriptible, con objetos destrozados y esparcidos sin orden alguno. La madre, quien a todas luces era una psicoanalista consumada, seguramente perdería la cordura al contemplar el estrago. Presumía que la normalidad tardaría en retornar a este recinto. Consideraba que mi tarea aquí había concluido, al menos por el momento; además, tenía el imperativo de informar a Laura sobre Max.

Antes de que pudiera retirarme, fui interrumpido abruptamente.

—¿Quién eres? —inquirió de repente. Su reacción me tomó por sorpresa.

—Vaya, el pequeño filósofo ha decidido finalmente dejar de ser descortés —observé cómo se levantaba lentamente de la cama y su mirada recorría la habitación, como si acabara de ocurrir un terremoto.

A pesar del desastre que había causado, de manera inconsciente, opté por dejar intactas sus expresiones artísticas. Sabía que eran importantes para él, y por alguna razón que aún no alcanzaba a comprender, no quería ser tan despiadado como había planeado. Resultaba extraño, considerando que el chico ni siquiera me importaba.

—Anhelas conocer verdades que aún no puedo revelarte, Max.

—No entiendo cómo todo esto es posible. ¿Qué eres? —preguntó, implorándome que dejara de evadir sus preguntas.

—Bien, la verdad es que no poseo todas las respuestas que anhelaría tener. Ignoro mi propia naturaleza y, lo que es aún más perturbador, mi memoria yace velada en las sombras del olvido.

—¿Cómo es posible? Lo que haces es inhumano. Pareces sacado de una película de ciencia ficción.

—Hay muchas cosas que aún no comprendo, pero he ido descubriendo algunas otras —respondí con una sonrisa, notando su mirada suspicaz. —Me complazco en imaginar que soy la personificación misma de la muerte.

—Pues pareces muerto...

—Lo estoy, un alma errante —interrumpí—. Y para ser honesto, hace tiempo que he abrazado esa realidad. He aprendido a aceptarla.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Qué quieres?

—Tengo algunas ideas al respecto. Me encuentro en una suerte de misión.

—¿Una misión? ¿Cuál?

—Eso no te incumbe, pequeño monstruo —me separé un momento de él y me acerqué a la ventana. Pensaba en Hope; ella era mi misión. Pero él no tenía por qué saberlo. Era algo que necesitaba guardar celosamente para mí. Era lo único que me pertenecía.

—Hey, tal vez pueda ayudarte... —dijo mientras comenzaba a recoger las cosas, intentando restaurar algo de orden en la habitación.

—¿Ayudarme? —sentí una punzada de indignación—. ¿Y cómo crees que puedes ayudarme?

—No lo sé, pero estoy dispuesto a intentarlo.

Lo observé detenidamente y una extraña sensación de pesar me inundó. Había algo en Max que sobresalía con fuerza. Parecía emanar una especie de nobleza, como si descendiera de una linaje de leones. Era un cachorro de león, ocultando un torrente de dolor y pérdida bajo una apariencia imperturbable. Había cargado con el peso de sus penurias en silencio durante años, y sin embargo, se revelaba como una de esas escasas almas verdaderamente bondadosas, desprovista de todo egoísmo y con una generosidad que, por momentos, rayaba en lo abrumador. La ironía radicaba en que, aunque pudiera parecer inhumano a simple vista, también era tan humano que despertaba mi envidia.

El nombre de las estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora